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lunes, 3 de mayo de 2010

Corrección "Vida bajo tierra" (continuación)

Escrituralia: Vida bajo tierra, comentario para Javi

Bueno, sigo desde aquí. Recordá que te hablé de no abusar de los flashbacks, acumulándolos solo en un único sitio para luego retomar y acabar con el presente. Por eso, al no saber si aceptarás o no la sugerencia (y en uno de esos casos, las palabras cambiarán y no habrá tenido sentido corregirlas) no me meteré con los parrafos intermedios entre aquella emoción que lo estremecía y el día de los ruiseñores, en su niñez. [Nota que agrego mientras estoy en medio de la corrección: Cada vez me convenzo más de que son los flashbacks repetidos y fragmentarios los que generan esa ilusión de que esto debería ser una novela: producen una sensación ficticia de un pasado narrativamente imposible de ser contado de una sola vez, típico de la novela. En este caso, estás tratando con una sola anécdota muy puntual del pasado, que echa luz sobre toda la vida del personaje. ¿Por qué la anécdota no puede ser narrada de un tirón, o a lo sumo de dos?]

A las doce del mediodía sonará la campana que inicie la marcha fúnebre desde la plaza, siguiendo la estrecha carretera que parte la loma en dos, hasta llegar al cementerio. Hoy entierran al mal nacido de Amadeo. Ésta podría ser la ocasión que Felipe lleva tanto tiempo esperando; pero algo le dice que quizá sea demasiado tarde.

Se para junto al corral y admira las matas de hierbabuena. El pasado brota en ese lugar y le vuelve a suceder como si fuera algo nuevo, camuflado en el presente. Felipe, medio sordo y algo encorvado, gesticula con su bastón en el aire, rebuscando entre las mismas ramas que aquel muchacho al cumplir el recado de su madre. Vuelve a ser ese chiquillo que, endeble como un pajarillo, entró en el corral a recoger hierbabuena sin saber lo que le esperaba allí, cuando se volvió a cruzar con la pareja de ruiseñores. Definitivamente, esos pájaros le buscaban a él.

Aquel día había pensado [o algo así, que marque claramente que la acción vuelve a la niñez: "pensó" no sirve, puesto que remite al pasado más reciendte, de cuando él es mayor, en el que está narrado el cuento] pensó que querían jugar, así que se paró y les sonrió un poco. Volvió a caminar, pero los dos pájaros piaban sin parar, suspendidos delante de él; parecían interrumpirse el uno al otro para decirle algo [aquí yo fortaleceríe esto que aparece como mero circunstancial de finalidad y que es una de las claves del relato, ¿no? Algo así como: "...parecían intrerrumpirse el uno al otro. A Felipe se le ocurrió la absurda idea de que rivalizaban entre sí en un afán por decirle algo. Pero se acordó de etc."]. Felipe se acordó de su recado; era mejor no retrasarse. Intentaba [aquí el imperfecto chirría, porque acabás de mencionar una acción en indefinido, el tiempo de lo puntual: se acordó. No se pasa sin solución de contigüidad a algo que "suele hacerse" o que se hace "a lo largo de un rato largo".Acaba de empezar a "intentarlo", así que probá un cambio de tiempo verbal u otras fórmulas] elegir las mejores ramas de hierbabuena, pero los ruiseñores le distraían
revoloteando a su alrededor. Se acercaban hasta unas zarzas, iban y venían, y en cuanto el chico les miraba [escogé algún verbo más expresivo y específico. Mirar, los miraba todo el tiempo, o casi, porque por ese motivo se distraía. ¿Cuando los enfrentaba? ¿Cuando los encaraba? Etc. Por otro lado, que la reacción no sea un nmero volver a las zarzas, porque si ya antes iban y venían de ellas, y ahora vuelven a ir, el hecho de que él las encare no significa nada. Pensá qué más pdrían hacer para atraer a Felipe, ahora que han atraído su atención] se perdían de nuevo hacia ellas. Eso pareció convencer a Felipe que, como si les entendiera [mmm... ¿Algo más emocional que "entender"? "Como aceptando un pacto", "como firmando un XXX", "como devolviéndoles una réplica"...?] se dirigió sin pensarlo hacia el rincón de las zarzas [ojo: no sé si querías decir algo como "hacia el rincón [del campo donde había] zarzas", lo cual no parece tener mucho sentido o "hacia un rincón [que tienen las] zarzas", lo cual... tampoco, francamente :-)].

Desde que era un niño, Felipe se asoma cada noche a escuchar el canto de los ruiseñores. Les oye cantar a lo lejos, como a su infancia. Ese canto le calma, haciendo del mundo un lugar familiar para él. Sin su cantar Felipe no sería el mismo; como mucho una melodía incompleta, sin armonía, falta de una nota crucial. Anoche el viejo apenas ha podido dormir; los ruiseñores cantaron poco y él se sentía solo entre tanto silencio. Y sin quererlo ha terminado aquí, en el corral, un día como éste, tantos años después. Hoy la hierbabuena huele a lo imprevisto, a lo que está a punto de suceder, igual que aquella tarde. Los recuerdos también huelen, se dice Felipe. Debe ser ese aroma lo que le lleva otra vez hasta ese muchacho de once años.

El olor a hierbabuena flotaba en el ambiente [metáfora manida] Los ruiseñores se habían encargado de esparcir el olor a hierbabuena por todo el corral. Felipe ojeó [¿ojeó o escrutó? Son casi opuestas] los zarzales, muy espesos, pero no vio nada. Ya tenía un buen puñado de menta/de especias [si no, el puñado que tenía era de zarzas o de ruiseñores :-)], así que reculaba para regresar a casa cuando los pájaros se le cruzaron de nuevo. todavía cree que le dijeron algo [referencia al presente, que en principio, siguiendo mi sigerencia, elimino. Fijate que la tensión crece si se nos genera al mismo tiempo que a Felipe niño, y no a Felipe adulto, la idea de que querían transmitirle algo] Piaban de tal manera que eso no eran cantos, eran sus voces semejaban/parecían/sugerían/ etc. [mas directo en la percepción y más sutil en cuanto a la certeza: si decide que algo es, a diferencia de que algo parece, la ansiedad se calma] gritos de auxilio. Felipe se echó la mano al cogote y giró el cuello [no veo nítida estas dos acciones, porque ambas juntas parecen sugerir que se tomó el cuello con la mano y lo giró, como haríamos con un muñeco. ¿Querés decir que se frotó el cuello y después siguió con la mirada la línea etc., tal vez?], siguiendo la línea que dibujaban los pájaros en el aire [considerá la opción: "línea que dibujaba el vuelo de los ruiseñores. Las aves insistían..."]. Los dos ruiseñores insistían en el mismo rincón [ídem anterior. Parece un uso metafórico para "hueco" o similar, por ejemplo, que no se justificaría. Una metáfora carga de sentido un concepto de nuestros relatos, y hacerle eso al hueco de las zarzas parece gastar pólvora en chimangos] se posaban sobre las zarzas y esperaban. [Llego hasta aquí, por hoy. Te hago la misma sugerencia de la vez pasada. Si no la tomás, no hay problema, pero puede que vayamos bastante mnás lento, ya que habrá que corregir dos veces si finalmente seguís mi consejo] El muchacho decidió acercarse otra vez a revisar los zarzales, ahora con el convencimiento de que había algo. El piar cesó de repente, justo cuando Felipe exclamó ante su hallazgo. Entre las zarzas, muy bien escondido, encontró un nido de ruiseñores con dos pollos. Felipe pensó que podría criarlos enjaulados, como el periquito de su primo Rafa. Alargó la mano y cogió uno de los polluelos. Así es como se dio cuenta de que estaba atado con un hilo a una de las ramas. El otro también estaba preso.

Hacía un rato que se le había olvidado la hierbabuena, su madre y el periquito de su primo Rafa. Al ver a los dos pollos ahí atrapados, con esos grilletes de hilo en sus patas, el muchacho echó la vista al suelo y dejó escapar un suspiró. Se llevó el ramillete de hierbabuena a la nariz y con los ojos cerrados inspiró con todas sus fuerzas. Desde una rama cercana los ruiseñores aguardaban en un paciente balanceo, sin perder de vista a Felipe. El muchacho no acababa de reaccionar, envuelto en una maraña de movimientos minúsculos e indecisos, temeroso de que aquellos pájaros no le perdonaran el haber pensado en enjaular a sus crías. Felipe no podía seguir mirándoles; su barbilla, temblorosa, se arrugaba sin merecer el llanto. En un gesto repentino e incontrolable, el muchacho tiró el puñado de hierbabuena contra el suelo.

Se acercó los hilos a la boca y los cortó con los dientes, liberando a los polluelos. Los dejó sobre el nido y retrocedió. Al momento, la pareja de ruiseñores revoloteaba junto a ellos, animándoles a volar. Los pequeños extendían las alas y las agitaban con torpeza. Felipe acompañó su vuelo ascendente, frotándose la nariz y sorbiéndose los mocos, que ya se le confundían con las lágrimas. Piando sin parar, desaparecieron tras las copas de unos chopos. Desde el cielo, los cuatro ruiseñores presenciaron el castigo que cayó sobre su libertador. Aquella liberación supondría una condena para él.

En el pueblo todos dicen que Felipe es capaz de hablar con los pájaros, en especial con los ruiseñores.

—Eran volanderos, sí señor—recalca Felipe—, tendría que haberlos visto, allí atados. Son los pájaros más inteligentes que hay. Tienen mucho conocimiento, ¿sabe usted?—. A todo el que pregunta, le cuenta entusiasmado la misma historia.

A Felipe le sobraría vida si no pudiera hablar de ellos. La frente se le llena de arrugas que, al estirarse, se apoyan sobre sus cejas blancas. Sin darse cuenta, a cada poco, se lleva la mano a su ojo derecho, entrecerrado y recorrido por una abultada cicatriz. Cada vez que llegan forasteros, algunos fines de semana, Felipe merodea hasta la casa de alquiler para entablar conversación. A las tres frases salen sus ruiseñores.

En el pueblo nadie quiso hablar de lo ocurrido. Felipe sentía que a él le miraban de otra manera, como se mira a un culpable. Hoy a lo mejor entenderá el porqué.

El alba asoma y es hora de regresar a casa. Cruza la plaza sin poder librarse de esa bandada de recuerdos que le persiguen —un rumor que anoche a penas le dejó oír el canto de los ruiseñores—. En el bar ya hay luz, pero pasa de largo: hoy no va a tomarse el café. Felipe sabe que seguramente Tino acabaría por preguntarle si va asistir al entierro de Amadeo, pero aún no tiene una respuesta. La que se ha pasado toda la noche buscando, hasta que a las cinco no aguantó más y salió a pasear.

Ese viejo estúpido, y mal nacido, da guerra incluso después de muerto. Con cada paso resuenan las palabras de su madre: “si el ruiseñor canta en un entierro es que alguien muy cercano no ha perdonado al difunto”.

Cuando enterraron a su madre, Felipe no pudo ir a despedirla. Aquella mañana, antes de salir para el cementerio, se desplomó en la puerta de casa. No se despertaba. Una ambulancia se lo llevó a la ciudad. Estuvo cinco días ingresado en el hospital por una subida de tensión que casi se convierte en un infarto.

Tino —el del bar— le contó a Felipe que Amadeo había venido de la ciudad para asistir al entierro de su madre; hacía años que se había marchado, así que a muchos les sorprendió verle de nuevo. Fue la última vez que Amadeo apareció por el pueblo, se dice incluso que ya vendió su casa. Tino también le contó a Felipe que Amadeo se quedó hasta el final, y que dejó una gran corona de flores. Había tantos ramos que hubo que ocupar el hueco de al lado, una tumba vacía, la inevitable compañía de una madre soltera.

Tino fue la única visita que Felipe recibió en el hospital. La enfermera finalmente le permitió dormir con la ventana abierta; debió de pensar que no era más que una cabezonería de un viejo demente y solo. En aquella habitación, por las noches, los ruiseñores siguieron cantando para él. Los médicos recomendaron prudencia con las emociones fuertes; así que Tino accedió a hablarle, muy poco a poco, sobre el entierro de su madre. Dos frases por día, sin incluir la palabra “madre”. Tino es un hombre muy disciplinado; tuvieron que pasar varias semanas hasta que Felipe conoció una crónica completa de aquella fecha triste. El día que averiguó que, al hacerse mayor, las certezas se van quedando en el camino. Tras la muerte de su madre, se le fueron casi todas. Todas, menos la que hoy le espera en el entierro de Amadeo, o la que su madre no fue capaz de confesarle la tarde que llegó sangrando del corral.

Felipe había entrado en casa tambaleándose, con el rostro ensangrentado y la hierbabuena en un puño. Mientras su madre le curaba, él sonreía al acordarse de los ruiseñores volando y piando juntos. Contaba lo que había pasado sin poder evitar que la emoción le estrangulara la voz de vez en cuando, convirtiéndola en un silbido fino y tembloroso. Su madre le agarró la cara con las dos manos, sin decirle nada, mientras el puño del muchacho se aflojaba, dejando escapar algunas hojas de hierbabuena. Ella no quiso llorar delante del chico, aunque Felipe la escucharía durante las tres noches siguientes. Amparo le lavó la boca y guardó el último diente de leche que le quedaba. Le recorrió el pelo con una caricia infinita y después le estampó un sonoro beso en la mejilla; a Felipe le pareció que su madre entera se hacía sonrisa.

—Estoy muy orgullosa de ti. Has hecho lo que debías hacer, hijo mío— le dijo a Felipe.

Desde entonces, su madre le prohibió acercarse al vecino, y menos hablar de él. Hasta tuvo que variar el camino a la escuela para no pasar por la calle donde vivía. No hubo ni preguntas ni respuestas. Nunca jamás se volvió a recordar aquello en esa casa. Ese suceso trajo de nuevo el silencio, el mismo que agujereó a Felipe la primera vez que preguntó por su padre. Un silencio que ha seguido con él a lo largo de los años.

Ya queda poco para llegar al cementerio; Felipe lo sabe por los cipreses, asoman al final de la loma. Camina despacio, mirando el cielo. Recordar la caricia de su madre aquel día, después de liberar a los ruiseñores, le hace brotar una profunda sonrisa. Sus dedos rocosos y torcidos palpan sobre su ceja. Tampoco se le ha olvidado la paliza que le dio su vecino tras la liberación de los polluelos. Amadeo iba a cumplir los veintisiete y estaba tan fuerte como resentido, tanto como para ensañarse a golpes con un chiquillo de once años. No hubo manera de defenderse. A la primera le acertó con el palo en mitad de la ceja, pegándole con el ansia del que te marcará la vida. Pero no fue a causa de los golpes como nació su cicatriz más profunda, la que todavía hoy arruga el rostro de Felipe. Esa cicatriz le acompañaba ya desde su primer segundo en la tierra.

Parado junto a la entrada del cementerio, el viejo alcanza a ver la comitiva funeraria. Le parece reconocer a Tino, en primera fila. Felipe atraviesa el portón de hierro y se para en seco. Ya están bajando el ataúd. Su mirada se cuela entre los asistentes, haciéndose sitio entre las espaldas negras. Es ahí cuando lo descubre, cuando un lento negar con la cabeza lucha contra lo que no quiere creer. Sus pies se hunden en la arena, su cara es la irremediable expresión de lo que termina. El ataúd ya suena a tierra mojada, la de las profundidades, la que enterrará su certeza más profunda.

Felipe acaba de descubrir quién ocupará el hueco que quedaba junto a la tumba de su madre. Un descubrimiento que le vacía por dentro; otra puñalada más del cuchillo de la verdad, la que también le asestó la afilada certeza de que su padre no iba a volver nunca. En la funeraria se habían negado a decirle quién era el propietario de esa tumba; sólo le dijeron que ya tenía dueño. Un cheque puntual que llegaba, hacía años, en envío certificado desde la capital. Alguien se le había adelantado reclamando un lugar en la muerte que quizás en vida no pudo ocupar. Felipe siempre tuvo la esperanza de que fuese el bueno de Tino, o incluso Eladio “el carnicero”, o cualquier otro hombre sin rostro. Cualquiera menos ese mal nacido.

Las últimas paladas de tierra cubren de oscuridad el ataúd. Felipe recula con paso derrotado mientras se seca las lágrimas con la manga de la chaqueta. Se da media vuelta y sale del cementerio.

Desde lo alto del camino, el pueblo es una mancha más en el paisaje. Al bajar se cruza con un pequeño bando de pájaros que se desliza en dirección contraria. Felipe ni siquiera vuelve la cabeza: son ruiseñores; están sobrevolando el cementerio.

Continúa su paso, lento como su cojera, arrastrando los pies como si ya no le quedaran fuerzas para llegar al final del camino. Sin apenas mover los labios, Felipe asiente con la cabeza y susurra para sí:

— Si el ruiseñor canta en un entierro —hace una pausa— es que alguien muy cercano no ha perdonado al difunto—.

Mientras tanto, en un instante interminable, los ruiseñores se van alineando sobre el muro del cementerio. Incluso el silencio parece esperar el momento.

7 comentarios:

Celsa dijo...

Aquí sigo, sin perder detalle de las sugerencias, tomando notas sin parar, jeje.

Textualmente dijo...

Pues yo también sigo aquí. Parece que la cosa se va liando, como era de esperar debido a mis abundantes dudas;) Agradezco mucho la minuciosa corrección que estás haciendo, Gra. Y no es que desprecie tu sugerencia sobre eliminar tanto flashback, es que no lo veo claro (ni una cosa ni la otra). Como bien dices, yo también creo que la anécdota está presente durante toda la vida de Felipe. Así que se me hace difícil contarla de forma autónoma. Esos fragmentos de ese hecho pasado van al mismo tiempo transformando el presente, entremezclándose inevitablemente. De alguna manera, tengo la sensación de que esos recuerdos deberían iluminar el presente de Felipe, al mismo tiempo que van iluminando al propio lector. A ver que dice Doña Almohada... zzzzzzzzzzz
Abrazos!

TEXTO SENTIDO dijo...

No es que quiera convencerte, Javi, sino que no entiendo tu razonamiento. ¿Qué sería contar la anécdota de los pájaros "de modo autónomo", si siempre estaría dentro del texto? Y además, ¿contarla de una sola vez implicaría que "desaparece", que sus efectos sobre la vida posterior del personaje se perdiesen? La verdad es que no veo por qué. Voy a ver si encuentro algún cuanto apropiado para mostrarte que en absoluto es así. Un besín.

TEXTO SENTIDO dijo...

Errata. Es "se perderían", claro :)

Textualmente dijo...

Entiendo, Gra. No me he sabido explicar o lo que digo es inexplicable (o simplemente una tontería, que puede ser). A lo que me refería es que eliminar los flashbacks me supondría replantearme la propia narración. Creo que lo que podrían aportan los flashbacks es que Felipe re-descubra el pasado a medida que da ese 'paseo de reflexión' antes de ir al cementerio. Esto es algo que quiero trabajar, por que ahora no está logrado. La historia debe narrar cómo un nuevo mundo, un presente iluminado por ese suceso pasado, le descubre a Felipe una parte oculta de su vida. Ojo, todavía no sé si seré capaz de hacer algo así ;)
He llegado a plantearme incluso cambiar el narrador a primera persona, pero supone un gran cambio de tono, ¿no crees?
Entiendo que estás haciendo unas correcciones muy precisas que es una pena no aprovechar (aunque muchas de ellas las estoy tomando). Quizá sea mejor continuar con una corrección más estructural o de la forma interior, y dejar las cuestiones estrictamente formales o externas para más adelante (no sé si estos conceptos están bien utilizados). Lo digo porque tu corrección sea aprovechable al máximo. Ayer leí unos consejos de Bolaño sobre la escritura de cuentos y decía que es una locura dedicarse a escribir un único cuento, uno puede estar corrigiendo hasta el último día de su vida. Me parece muy acertado... jeje

Un abrazo!

Javi

TEXTO SENTIDO dijo...

No, no... No es que sea una tontería, sino que creo que no te estás formulando la pregunta adecuada. Mirá, ahora tengo que salir, pero en unas horas colgaré un cuento que quiero que leas (aunque ya lo conozcas, releerlo bajo la óptica "técnica" de cómo resuelve el autor la tensión entre una anécdota y los sucesos posteriores y aparentemente más trascendentales de la vida del prota te ayudará a salir del atolladero).

Acerca de las palabras de Boolaño, te contesto con unas del autor del cuento quer colgaré, Battista. Las encontré, justamente, buscando ese cuento, ya que en mi disco duro por algún motivo no ubiqué.

Fijate: "El cuento “La zanja” es el primer cuento de Como tanta gente que anda por ahí, libro editado en 1975. Ayer lo llamamos a Vicente Battista para pedirle que nos permitiera publicar este cuento, a la vez magistral y terrible, en el blog. “¿Pero qué versión tenés?”, preguntó. “Te paso la última, porque lo volví a corregir el año pasado.” Nos asombró la constancia de seguir corrigiendo aún después de 35 años de haberlo publicado. “Yo siempre sigo corrigiendo”, nos contó y aclaró: “corregir para mí es quitar, esos libros que dicen versión corregida y aumentada ¡no están corregidos!”."

Textualmente dijo...

OK, Gra. Lo leeré atentamente pues seguro que me ayudará. Tú lo has dicho, estoy atascado en arenas movedizas. Gracias por tu dedicación. ¡Es todo un lujo!
Un abrazo.

Javi