Ella levantó una planta de endibia, la dejó, levantó otra y se dio vuelta. Él vio los aros de plástico, los párpados verdes, los labios muy pintados. Ella avanzó con la planta de endibia en la mano y él, entonces, vio el reloj. La malla era de un metal confuso, había sido dorada o plateada y el reloj era grande, redondo, a cuerda, con números arábigos; la esfera ya no era blanca, era amarilla, ocre.
“El paso del tiempo”, se dijo, y se acercó a ella con un salsifí en la mano. Lo sostenía entre el pulgar y el índice, con las hojas hacia delante.
–Un obsequio –dijo. Y sonrió.
Ella dejó la planta de endibia, apretó el monedero y miró. Miró el salsifí, después lo miró a él.
–Primero lo hierve; lo limpia bien y lo hierve. Sin las hojitas. Al principio es un poquitín amargo, pero usted lo corta en rebanadas, lo mezcla con las endibias, le pone nueces, un poquito de limón, lo mezcla bien con un buen aceite, para mí aceite de oliva, y tiene un manjar. Receta de mi madre todavía. Gente de antes. Comida noble, comida sencilla, familiar.
Él sonreía. Ella lo miraba. Ella tenía los ojos muy negros, abiertos, pasmados.
–Hágame la deferencia. Es un obsequio.
Ella tomó el salsifí, lo miró, lo dio vuelta, se agachó y lo dejó en la bolsa que estaba en el suelo. Él se presentó, dijo su nombre y su apellido. Ella, solamente su nombre. Se dieron la mano.
Él dijo que si ella no lo tomaba a mal, para él sería un gusto elegirle las endibias. “Lo importante es el corazón”, dijo él abriendo las hojas de una de las plantas. “¿Ve? Bien verdes.” Apartó esa planta y buscó otra. “Ahí está, ¿ve? Hojas de afuera grandes, el corazón bien tierno. Todo el secreto está ahí.” Se agachó y puso las dos plantas en la bolsa. La bolsa rebosaba. Después él se obstinó en pagar. “Por favor”, dijo ella. “Bajo ningún concepto”, dijo él, y fue hasta donde estaba la mujer de guardapolvo y pagó el salsifí y las dos endibias. Después volvió y le preguntó si ella tenía que hacer alguna otra compra. Ella dijo que no. Él levantó la bolsa del suelo, se corrió, le dejó paso y señaló hacia la salida. Ella volvió a decir “por favor”, que él no tenía por qué molestarse, que ella estaba acostumbrada a llevar la bolsa. Él dijo que no era ninguna molestia, que era un placer. Ella sonrió. Él entonces le preguntó para qué lado iba. Ella señaló hacia la izquierda con la mano que aferraba el monedero.
Eran las diez de la mañana, era verano, hacía calor, un calor sucio. La calle era ancha, desolada, sin árboles. Había casas muy bajas y un resplandor como un vaho. Él cambió de mano la bolsa y extrañó la semipenumbra del mercado y la frescura de los puestos.
Ella caminaba muy erguida; él, un poco encorvado, un poco ladeado ahora por el peso de la bolsa.
Él iba pensando si ella sería casada o viuda. “O no se casó. Vive con la anciana madre. La anciana madre está a su cuidado. Es lo único que le queda en la vida. Por eso compra tantas cosas. Pero siempre compran muchas cosas.” Y pensó que había llegado el momento de mencionar el reloj. “Por la malla, reloj de padre. Demasiado antigua para ser de marido.” Y él la llamó por el nombre. Sin dejar de mirar hacia delante, ella contestó como si pensara.
–Síii…
–Es un hermoso reloj.
Ella giró la cabeza. Él le señaló la muñeca. Ella levantó la mano, miró el reloj como quien recuerda.
–¿Sabe lo que tiene ese reloj? Tiene lo que tenían las cosas de antes, la pátina del tiempo.
–Era de papá –una sombra pasó por sus ojos y él vio que el verde del párpado brillaba en el sol.
–¿Hace mucho?
–Mucho.
Ya habían llegado a la esquina. Él volvió a cambiar de mano la bolsa, la tomó a ella del brazo y la ayudó a cruzar.
Hacia la mitad de la cuadra, muy cerca, sobresalía un toldo de aluminio. Había dos mesitas en la vereda. Él dijo que si a ella no le parecía mal para él sería un alto honor invitarla a tomar algo fresco. Ella giró la cabeza y los aros de plástico brillaron por un momento. Él pensó: “Ahora va a decir ‘Me esperan’ o ‘No puedo dejarla sola a mamá’”.
–Me esperan –dijo ella. Y sonrió.
–¿Quién la espera?
–Curioso.
Él miró la bolsa. Pesaba mucho. Él vio que a través de las endibias asomaba una forma extraña, algo que ella habría comprado antes, algo raro y alargado que estaba envuelto en papel de diario y atado con un piolín.
–¿Le puedo preguntar una cosa?
–¿Otra más?
–¿Qué lleva en el paquete que está en la bolsa? ¿Qué compró?
Ya estaban debajo del toldo de aluminio. Ella se detuvo.
–Le voy a aceptar.
Él la miró.
–Cómo… ¿Ya se olvidó? ¿No dijo que me iba a invitar a tomar algo?
–¡Valiente! –dijo él. Y volvió a tomarla del brazo y empujó con la bolsa la puerta batiente del salón de familias.
Él eligió la mesa del fondo. Dejó la bolsa en el piso, corrió una silla. Ella se sentó. Él se sentó enfrente.
Ella miraba hacia abajo, hacía extraños dibujos con el dedo sobre la mesa. Él vio que las manos de ella eran muy grandes, casi más grandes que las de él, y las uñas eran largas y escarlatas, impecablemente pintadas. Él se miró la palma de la mano: tenía la marca de la manija de la bolsa, la trama blanca y cárdena de los hilos de nailon trenzados.
–¿Y? –dijo él–. ¿No me va a decir qué hay en la bolsa?
Por detrás de la cortina apareció el mozo. El mozo se acercó, saludó y preguntó qué se iban a servir. Él la señaló a ella con un gesto de la mano entumecida. Ella dudó. Después dijo que iba a pedir un capuchino y una sola medialuna de confitería. Él dijo que hacía mucho calor; ella, entonces, pidió también un vaso grande de soda.
–De sifón –dijo él sonriendo. Y dijo que él iba a pedir un cointreau con hielo. Ella y el mozo se miraron. Cuando el mozo se fue, él dijo:
–Le voy a hacer una proposición.
–¿A ver?
–Usted me dice qué lleva en la bolsa y yo le cuento con qué se hace el cointreau.
Ella le dijo que la verdad él merecería ser vasco. Él dijo que al contrario, que la que tenía un carácter fuerte era ella, que él sólo sufría, y le mostró la palma de la mano y le dijo que se fijase cómo él sufría, pero que no importaba, que él seguiría sufriendo en silencio. “Pobrecito”, dijo ella y deslizó el dedo índice por la mano abierta de él. Él le retuvo el dedo, después toda la mano y se quedaron en silencio, mirándose a los ojos hasta que ella retiró la mano de golpe. Por detrás de la cortina el mozo había vuelto a aparecer.
El mozo fue dejando todo sobre la mesa; ahora llenaba la medida, ella miraba la botella. “Bebida de antes”, dijo él. El mozo sonrió. Dejó la medida sobre la bandeja y echó un abundante chorro de yapa. Él agradeció con la cabeza, el mozo cruzó con él una mirada de inteligencia.
Cuando el mozo desapareció detrás de la cortina, él dijo que le iba a proponer otro trato: él le iba a explicar los orígenes del cointreau y ella le iba a decir quién la esperaba.
Ella tomó un sorbito de soda; después, mordiendo la medialuna, dijo:
–Si lo que usted quiere saber es si tengo compromiso, por qué no lo dice directamente.
Ella comenzó a beber el capuchino. Soplaba y bebía y el vaso y el reloj subían y bajaban y el color de la malla del reloj era el mismo que el de la agarradera de metal. Él hacía girar su vaso. El hielo giraba y destellaba contra el fondo ámbar.
–Bueno. Le voy a decir, usted no es una aventura más para mí. Cuando la vi caminar entre los puestos me di cuenta que usted era distinta. Todo en usted me gusta. Me gusta su forma de caminar, su manera de expresarse, cómo se arregla. Hasta cuando está callada me gusta. Usted calla como si estuviera ausente.
Él había pronunciado el nombre de ella y ahora la estaba mirando a los ojos. Ella se había quedado inmóvil, con la medialuna mordida en el aire. Quiso decir algo y se atragantó. Él le acercó el vaso de soda. Ella dejó la medialuna sobre la mesa, tomó el vaso, bebió, tragó y dijo:
–Dice cada cosa. Me ha hecho poner colorada.
Él le quitó el vaso, se levantó y le tomó la mano del reloj. Ella cerró los ojos. Él se agachó y le besó el párpado izquierdo.
–¿Por qué lo hizo?
–Fue un impulso.
Ella no dijo nada. Miraba con fijeza el marmolado de la fórmica. Él seguía de pie. Ella levantó la medialuna mordida que había quedado sobre la mesa y la dejó en el platito de aluminio. Él dijo que iba a llamar al mozo y fue a buscarlo detrás de la cortina. Ella se levantó.
Por el camino él le dijo que no le importaba su pasado. Ella dijo que su pasado no tenía nada de interesante y que era mentira, que nadie la esperaba. Él le preguntó si ella era viuda. Ella contestó que nunca se había casado. “No por falta de oportunidades.” “Me imagino”, dijo él. “Pero, bueno…”, dijo ella, las cosas se habían dado así. “Y aquí me tiene…”.
La calle era un solo resplandor caliente. Él preguntó si faltaba mucho. “No sufra”, dijo ella, “ya casi llegamos.” Él le preguntó si no hubiera querido tener un hijo. Ella le contestó que bueno, que al principio sí, pero que ahora se había acostumbrado y que, dentro de todo, lo que ahora más valoraba era la independencia. Después ella le dijo que le iba a ser sincera, que él le había despertado simpatía, que lo de ellos podía ser el comienzo de una amistad, pero que él tenía que prometerle no ser ni tan fogoso ni tan apasionado. “Prometido”, dijo él y llegaron a la casa.
Era una casa de planta baja con un corredor muy largo, muy angosto, de mosaicos blancos y negros. El departamento de ella estaba al final y era el único que daba al frente.
Atravesaron el corredor. Él vio que todas las puertas eran de hierro y estaban pintadas de verde. La del departamento de ella era distinta, era de madera, con listones encastrados, barnizada. “Barniz marino”, pensó él. Además era la única que tenía mirilla. Una mirilla pequeña, como un ojo. La puerta tenía tres cerraduras.
Él dejó la bolsa en el suelo y se miró la mano agarrotada. Ella abrió el monedero y sacó las llaves, muchísimas llaves. Estaban ensartadas en un aro muy grande y del aro colgaba una cadena con un dado inmenso, de acrílico rojo. Ella separó tres llaves en un manojo. Él le preguntó si no quería que la ayudase. Ella contestó que no, que solamente ella entendía esa puerta, y comenzó a abrir. Primero abrió con una trabex la cerradura de arriba, después se agachó y con otra trabex abrió la cerradura de abajo, después se levantó y con una llave yale abrió la cerradura del medio. Ella empujó la puerta. Él levantó la bolsa. Él notó que, curiosamente, no había ningún patio, se entraba directamente en el comedor. Había un lejano olor a flit, a cera y a sahumerio, y era notable la oscuridad. El lugar era fresco, tan fresco que él recordó la fresca semipenumbra del mercado. Ella encendió la luz. Una pequeña araña de caireles colgaba muy baja sobre la mesa y lo primero que él distinguió fueron las dos ventanas. Las cortinas tenía flores muy grandes, “como las flores del vestido”, pensó él; eran de cretona y estaban recogidas a los costados con un cordel de pasamanería y tras el resplandor del vidrio se veían las persianas totalmente bajas, intensamente pintadas de gris. Él se preguntó por qué ella no levantaba las persianas en vez de encender la luz. Ella le dijo que por favor se pusiera cómodo, que dejara la bolsa encima de la mesa. Él puso la bolsa sobre el mantel de nailon. Debajo se veía la carpeta de fieltro.
Él abrió y cerró la mano, volvió a abrirla y, mientras ella aseguraba la puerta con las tres llaves, él tumbó la bolsa de costado, sacó el salsifí, sacó las endibias, una bolsa red repleta de pomelos, dos bifes de costilla en una bolsita de plástico, un sachet de lavandina y el extraño paquete.
Ella terminaba de guardar las llaves en el monedero cuando vio que él tironeaba del papel de diario. “No”, gritó, “por favor”, dijo alargando la mano. Casi corriendo llegó hasta la mesa. Seguía diciendo que no, que por favor, que le daba vergüenza. Pero él ya había arrancado el piolín y ahora arrancaba el papel de diario. Era una plancha para bifes.
Ella miró el mango de madera, miró el disco de hierro negro y gris, esmaltado, y sin decir nada dejó el monedero sobre la mesa, levantó la plancha y la volvió a meter en la bolsa. Él le preguntó si estaba enojada. Ella no contestó. Él metió la red de pomelos; ella, los bifes de costilla y el sachet de lavandina. Él puso las endibias y el salsifí y volvió a preguntarle si estaba enojada. Ella hizo un bollo con el papel de diario y lo metió con fuerza en la bolsa. Metió el monedero también, bajó la bolsa y dijo que iba buscar un trapo para limpiar. Sobre el mantel de nailon había quedado un rastro de tierra.
Ella dio la vuelta a la mesa y se alejó por un pasillo que él recién veía. Empezaba casi en un ángulo, en el lugar donde antes tendría que haber habido una puerta. Se alcanzaba a ver una pared larga, desnuda, también pintada de gris.
Ella tardaba. Él se había apoyado sobre el respaldo de una de las sillas. Había seis, ubicadas simétricamente alrededor de la mesa; estaban tapizadas con un cuero verde, muy oscuro, bordeadas de taperolas de bronce. “Seguro que uno se queda pegado apenas se sienta”, pensó.
Entre las dos ventanas había un cristalero. En la pared de enfrente no había nada. Él pensó que en algún lugar tendría que estar el cuadro del payaso con la lágrima en la mejilla, o, al menos, el viejito encorvado sobre el pescante del coche de plaza atravesando el empedrado en la neblina. Pero todas las paredes estaban desnudas como la del pasillo; todas estaban pintadas de gris.
Se dio vuelta y miró la otra pared. Sonrió. “No podía fallar”, se dijo. Sobre una mesita niquelada estaba el televisor, y encima del televisor, en la pared, estaban los dos retratos. “Papá y mamá”, se dijo. Él había comprobado que a veces podían faltar los mates de ónix, los gauchitos de paño lenci con el lazo trenzado, las muñecas enormes sobre los mantones de Manila, pero lo que nunca faltaba, lo que nunca iba a faltar eran los dos retratos, los bromuros coloreados, las fotos ampliadas de la foto de carnet o de la foto de casamiento; el retrato de papá y el de mamá, los dos con marco dorado o laqueado, con vidrio bombé o sin vidrio; papá y mamá jóvenes y mofletudos, encarnados, con mejillas de carmín, los aros de mamá exaltados con empaste, el pañuelo de papá agregado, sobresaliente del bolsillo del saco.
Se oyó el chorro de la canilla en algún lugar lejano, en la cocina, al final del pasillo. Ella regresó con un trapo rejilla húmedo. Estaba seria, pero no parecía enojada. Pasó el trapo por el mantel de nailon. Él se corrió. Ella le pidió disculpas por la casa desordenada. Él le dijo que la casa era una tacita de plata. Ella le dijo que por favor tomara asiento, él dijo que después de ella. Ella dijo que enseguida volvía. Se alejó por el pasillo con el trapo rejilla en una mano. En el hueco de la otra mano trasladaba la imperceptible tierra. Él corrió la silla, se sentó y se paró tres veces. No, uno no se quedaba pegado; el cuero deslizaba perfectamente. Volvió a dejar la silla en su lugar.
Se oyó otra vez el chorro de la canilla y después, más lejos, una puerta que se abría y la misma puerta que se cerraba y el ruido de otra canilla, más apagado. “En el baño”, se dijo él. “Se está lavando las manos. Como limpia es limpia.” El sonido del agua había cesado. El silencio parecía más largo. “Se está poniendo crema en las manos. Espero que no se me olvide el reloj en la jabonera.”
Volvió a oírse la puerta que se abría, la puerta que se cerraba, los pasos silenciosos por el pasillo. Ella apareció por el hueco; ahora sonreía. Él vio que llevaba puesto el reloj y le pareció que tenía los labios más pintados.
“Ya está”, dijo ella. Y después dijo que él era un cabeza dura, que por qué no se sentaba. “Después de usted”, dijo él y le corrió una silla. Ella sonrió y se sentó. Él se sentó al lado, en la cabecera, de espaldas al pasillo, al costado del cristalero, al costado de las dos ventanas, frente a la silla que había probado antes, frente a los dos retratos.
Ella le preguntó qué le gustaría tomar. Él volvió a preguntarle si de verdad no estaba enojada. Ella le dijo que de verdad él merecería ser vasco, que ella le acababa de preguntar algo. “Bueno”, dijo él, y preguntó si se podía elegir. Ella dijo que dependía, que mientras no fuera ese bendito cointreau. “Granadina”, dijo él. “¿Tiene?” Ella lo miró. Los ojos de ella parecían más negros, más brillantes a la luz de los caireles. El verde de los párpados parecía amarillo. Ella se levantó, fue hasta el cristalero, lo abrió y sacó una botella; se la mostró antes de dejarla sobre la mesa. Los ojos de ella parecían más abiertos, casi desmesurados. “Es increíble que usted tenga granadina.” Ella volvió al cristalero y trajo dos copas, después dijo que iba a buscar la soda. “Sifón”, dijo él sin dejar de mirar la botella. Ella fue a cerrar las puertas del cristalero y se internó en el pasillo.
Se oyó el ruido amortiguado de la puerta de la heladera al abrirse y al cerrarse, la puerta de alguna alacena y otro ruido indescifrable. Él seguía contemplando la botella; estaba por la mitad, el corcho tenía un reguero de pringue y a la luz entrecruzada de los caireles la granadina, roja, espesa y transparente, resplandecía.
Él tardó en darse cuenta de que ella estaba a su lado y le dijo que ella caminaba silenciosamente como las princesas. “Las cosas que se le ocurren”, dijo ella y dejó sobre el mantel el platito y puso encima el sifón húmedo y lleno, protegido por un enrejado de aluminio color malva. Ella se sentó, destapó la botella, dejó el corcho sobre el mantel, llenó las copas por la mitad. Después apretó el sifón y la soda deshizo el color en la turbulencia. “Bueno”, dijo ella, “espero que ahora sí va a brindar”, y dijo que antes, con el cointreau famoso, no sólo que él no había brindado, sino que no lo había probado siquiera. Él dijo que ante la presencia de ella a él lo embargaba la emoción. Ella dijo que se comportase y que hiciera un brindis. Él levantó su copa en el aire, ella sostenía la suya con el codo apoyado en la mesa. Él dijo que ella lo había conmovido, si ella supiera los recuerdos que a él le traía la granadina, recuerdos de antes, cuando la gente era otra cosa y había educación y respeto y había sentimiento en la gente. Él recordaba que él tomaba granadina en los trenes, los trenes de antes, con papá y mamá, que ya no estaban, como los de ella (señaló los retratos con la copa en alto), que hoy nadie tenía sensibilidad para la granadina, salvo personas como ella, que era un ser excepcional, lleno de delicadeza, como su caminar, quería brindar por ella, por todo lo que ella le estaba dando, por esas cosas que aparentemente son insignificantes, pero que para él eran la verdadera riqueza de la vida, quería brindar por ella, por el gesto de la granadina, por el reloj de su padre, por los ojos de ella que reflejaban sin tapujos un alma fina, delicada y superior. “Gracias”, dijo, “gracias”, repitió, gracias por ser como ella era.
Ella, que se había tapado la cara con la mano, dejó la copa sobre la mesa. “Perdóneme”, dijo y se levantó y casi corriendo se internó en el pasillo. “Se ha ido al baño. A llorar. Siempre se encierran en el baño para llorar”. Y se dijo que había llegado el momento. El sifón estaba prácticamente lleno; era lo suficientemente pesado. Era cuestión de levantarse, atravesar el pasillo, ver de qué lado rebatía la puerta del baño y esperar. El sitio exacto era más arriba de la última flor, encima del cierre relámpago. Con cierto cansancio miró el sifón y miró por última vez la botella de granadina.
Detrás, ahora, alta, luminosa y esmaltada, la plancha para bifes relucía casi a la altura de los caireles.
Recorrido:
- ¿Qué va a hacer él a continuación? Algunas oraciones o partes de oraciones constituyen indicios de ese final. ¿Cuáles marcarías?
- Observá cuántas frases hechas pronuncia él. ¿En función de qué crees que el autor se las hace decir?
- ¿Podés imaginarte a ambos personajes (edad aproximada, clase social, etc.)? ¿Gracias a qué elementos del cuento podés imaginártelos?
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