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viernes, 12 de marzo de 2010

La inteligencia creadora: un texto con el que me cayeron unas cuantas fichas en su sitio


Rosa preguntó hace unos días por las frases que escogió como inicios para sus bellos textos. Yo respondí acerca de una de ellas y comenté que para referirme a la otra necesitaría más espacio. Pues bien, aquí les cuento por qué, y espero que las ideas que siguen les sean tan iluminadoras como lo fueron para mí al toparme con ellas.
La línea en cuestión es la «traducción» de otro comienzo («Nadie se rió cuando Guy llamó papá a M. Romanet.»), el de Les cloches de Bâle de un tal Louis Aragon, citada por José Antonio Marina en su Teoría de la inteligencia creadora. Según explica Marina, unas cuantas novelas de ese escritor surgieron a partir de frases casuales —procedimiento que el autor explica en un libro titulado, curiosamente, Je n’ai jamais appris a ecrire ou les incipit—. Luego volveré sobre este autor francés y su modo de trabajo, pero antes voy a resumir para ustedes los conceptos de Marina, que son, a mi entender, interesantísimos para nosotros.
Marina estudia la inteligencia humana abordando la transfiguración de la inteligencia animal por la libertad. Ésta es la primera tesis del libro: la capacidad de suscitar, controlar y dirigir las ocurrencias transforma todas las facultades. Apoyándose sobre un mínimo poder de autodeterminación, el hombre ha conseguido construir su inteligencia creadora y su libertad, todo al tiempo, en un proceso de causalidades múltiples y recíprocas. Y añade algo importante: la autodeterminación actúa por medio de proyectos. Gracias a ellos la realidad del hombre es horadada por la presencia, el poder y la acción de la irrealidad, que no es un añadido fantástico, sino la suma de trayectos posibles dibujados en la realidad.
«La inteligencia no es un ingenioso sistema de respuestas, sino un incansable sistema de preguntas. No vive a la espera del estímulo, sino anticipándolos y creándolos sin parar» y como todas las operaciones mentales se reorganizan al integrarse en proyectos, la inteligencia embarcada en proyectos rutinarios, se convertirá en inteligencia rutinaria; embarcada en proyectos artísticos, se hará inteligencia artística; embarcada en proyectos racionales, se convertirá en razón."
Entiende por «proyecto» una irrealidad pensada a la que uno entrega el control de su conducta.
Según él, ni los impulsos, ni los deseos, ni los estímulos tienen poder para suscitar directamente nuestra acción. Hay un ineludible momento en que uno determina a qué fuerza entregará el control del comportamiento: la inteligencia le permite inventar distintas posibilidades entre las cuales elegir, distintos anteproyectos, y el proyecto es la posibilidad elegida, aquella que está ordenada a la realización.
Una vez entregado el control al proyecto, éste reorganiza toda la conducta. «El proyecto de escalar una montaña determina mis operaciones mentales, que quedan subordinadas a él, sometidas a sus órdenes. Si he de elegir una vía de ascenso, buscaré los pasos accesibles, calcularé las distancias y comentaré el plan con otros expertos. La cumbre que lejana me llama se ha convertido en rectora de mis actos porque yo le he concedido ese papel. Desde su encumbrado horizonte dirijo mi comportamiento, sometiéndome al poder que con mi proyecto concedí a la cima. El régimen de mi vida mental se ha alterado por completo. Ahora percibo significados que habían estado ocultos, las rocas responden a mis preguntas, una insignificante fisura se vuelve significativa y la ladera de la montaña muestra una locuacidad magnifica.»
Así suceden las cosas. Nuestros proyectos transfiguran nuestras operaciones mentales, las cuales transforman, enriquecen y amplían la realidad, convertida en campo de juego, en escenario de nuestra acción. Por tanto, hacemos depender de nuestros proyectos la textura de nuestra inteligencia y la contextura de nuestro mundo.
Ésta es la segunda tesis del libro, que puede enunciarse así: el sujeto inteligente dirige su conducta mediante proyectos, y esto le permite acceder a una libertad creadora.
Crear es someter las operaciones mentales a un proyecto creador. Si lo ven como una tautología, no se engañen. Hay en esa idea mucha información novedosa, o por lo menos, que solemos olvidar fácilmente: por ejemplo, que el arte no depende de operaciones nuevas, sino de un fin nuevo que guía un uso distinto de las operaciones mentales comunes. De ahí vienen muchas frases hechas que repetimos tantas veces («el crear es algo al alcance de todo ser humano, por el mero hecho de serlo») y que otras tantas desmentimos con otras frases que nos fabricamos («crear no es para mí», «no sirvo para esto»…)
¿Qué es lo que hace que un proyecto sea creador? En primer lugar, que sea libre. Todas las claudicaciones o emperezamientos de la libertad —como la rutina, el automatismo o la copia— son al mismo tiempo, para Marina, graves mermas de la creatividad.
Otro criterio adicional —al que vagamente se alude con las palabras «originalidad» o «novedad»— sirve también para juzgar la creatividad de un proyecto. Desde el punto de vista psicológico, Marina prefiere hablar de proyectos que alejan al sujeto de su «zona de desarrollo previsible». El proyecto, que es una invención del sujeto, está simultáneamente dentro y fuera de él —podríamos considerarlo como una ampliación o elongación suya—, pero éste «fuera» puede ser más o menos cercano, más o menos previsible.
En una bella analogía, Marina dice que los proyectos actúan a la manera del barón de Münchhausen, que se sacó a sí mismo y a su caballo de un pantano, tirándose hacia arriba de la cabellera (quien no haya leído el libro, o al menos visto la película, no sabe lo que se pierde). «Bien se ve que esta historia es una parábola de la enigmática autodeterminación de la inteligencia», dice Marina.
Fíjense qué hermosa y productiva idea: somos capaces de seducirnos a nosotros mismos desde lejos. De lo distante que situemos la presa —el proyecto—, distante de los automatismos, del abandono o de la rutina, dependerá la amplitud de nuestro vuelo creador. Es como si extendiéramos el brazo delante de nosotros y desde allí nos hiciéramos una seña para que le siguiéramos. La búsqueda de lo original, ingenioso, cómico, poético o sublime se basa en nuestra habilidad para sugestionamos con irrealidades.
El proyecto creador no es más que un proyecto común lanzado fuera de su zona de desarrollo próximo. Bajo su influjo, la inteligencia se distiende y estira más allá de lo estadísticamente previsible. Hay una deriva desde lo rutinario hasta lo excepcional, pero lo inaudito no está en las operaciones mentales, que son las de siempre, sino en las incitaciones desplegadas por el fin. Hasta el más taciturno individuo cuenta alguna vez algo. Contar no es más que describir con palabras un acontecimiento. Pero esta mínima actividad expresiva puede dilatarse enriqueciendo el tema o la expresión del tema. El aprendiz de creador se propondrá contar cualquier suceso de manera divertida, bella, intrigante o rimada en versos alejandrinos.

Hasta aquí, el autor contó cuál es la función que cumplen los proyectos, descubriéndonos las posibilidades reales de las cosas y cambiando el régimen de nuestra vida mental; agárrense, porque ahora va a meterse con qué es un proyecto y cómo se inventa.
¿Recuerdan ustedes que suelo comparar la actividad de un taller con la de un gimnasio? Pues bien, Marina dice que en todo movimiento corporal intencional hay una estructura constante: proyectar, ejecutar, evaluar, y que estas tres poderosas actividades se integran también en la acción artística. «Incluso un concepto como el de “entrenamiento”, tan ligado a la actividad física, puede aplicarse con gran utilidad a las artísticas. Entrenarse es dejarse modelar por un proyecto. La palabra francesa, de la que deriva la española, guarda aún el significado primitivo de conducir, arrastrar, encantar, convencer. Un ideal pensado —el triunfo, la marca, la habilidad— arrastra al sujeto fuera de su zona de desarrollo próximo. El creador, de modo más o menos consciente, se convierte en entrenador de sí mismo."
Y sigue diciendo, más adelante: «El artista se dispone a comenzar una obra. Elabora un proyecto. ¿Cuál es la representación que el artista tiene de su objetivo cuando inicia una obra? Si hacemos caso de sus confesiones, los autores suelen comenzar teniendo una idea muy vaga de lo que pretenden conseguir.
Tratamos con lo que los expertos en Inteligencia Artificial llaman problemas mal definidos. Desde hace mucho tiempo se sabe que la creación artística puede considerarse como la solución de un problema. Lo que oscurece el asunto es que ni siquiera el autor podría precisar el problema que quiere resolver con su obra, ya que, de hecho, cuando la comienza sólo posee un esbozo vacío, casi un presentimiento.»
Marina recoge diferentes testimonios: Valéry, por ejemplo, decía que «puede empezarse un poema o una obra musical a partir de masas emotivas y estados inarticulados», y A1dous Huxley escribió: «Cuando empiezo un libro sé muy vagamente lo que va a suceder. Tan sólo tengo una idea muy general y el libro se desarrollará a medida que voy escribiendo. Nunca estoy totalmente seguro de lo que va a suceder hasta que ya lo he escrito.»
Graham Greene contaba que el origen de El tercer hombre, un relato que sirvió de guión a una seductora película, fue la imagen de un hombre descendiendo de un tren, en Viena, con una novela del Oeste bajo el brazo. La escena tiene detalles sugerentes, porque Viena guarda el encanto de un crepúsculo imperial y el Oeste americano el ímpetu de un amanecer violento, pero resultaría exagerado decir que una novela se esconde en esa incongruencia estimulante. La tarea creadora tiene comienzos humildes.
Julián Green confiesa que cuando comenzó Adrienne Mesurat, la patética historia de un espejismo amoroso, no sabía cuál sería el tema, ni el argumento, ni nada. Sólo tenía una imagen del personaje, Adrienne, mirando las fotografías de familia colgadas en la pared de la sala, «le cimetière»: «Cuando comencé Adrienne Mesurat escribí al azar la primera página, el resto siguió y mis personajes me condujeron. Pero yo cogí la pluma sin conocer una palabra de la novela. Lo mismo me ocurrió con Leviathan. Una idea muy vaga del libro me vino una tarde, viendo en una cantera de Passy un montón de carbón que luego describí. Ése fue el desencadenante.»
Fíjense: Marina llama «indigente» (¡nada menos!) al tema de búsqueda con que un proyecto comienza —con lo que se muestra mucho más radical que yo, cuando hablo de esbozos de relatos como «brotes tiernos de plantas». ¡Hay que pensarlos como mucho más humildes aún!— y dice que puede ser suscitado por el azar. Luego explicará por qué enigmáticas influencias este pobre comienzo llega a dirigir, alentar y controlar la acción creadora.
Y ahora sí, retomo aquel comienzo de Aragon, ya que Marina lo estudiará en detalle, citando palabras del autor. Recordemos que el tipo aquel solía empezar sus novelas con un arranque que se le ocurría por casualidad. 
«El autor ignoraba cómo se le había ocurrido la frase, pero recordaba c1aramente que le había hecho reír. ¿Por qué? Porque de golpe la consideró el comienzo de una novela y le hizo gracia la seriedad envarada que percibía en el espacio abierto por aquel arranque casual. Describió así la continuación de la anécdota: «Desde el momento en que supuse que era el principio de una novela surgieron varias preguntas (¿Nadie?, ¿Guy?, ¿M. Romanet?, etc.). Pero para contestarlas necesitaba saber, en primer lugar, ¿dónde? (estábamos). De ahí la segunda frase, no menos extravagante que la primera, si se piensa que tiene como razón de ser explicarla: "Era antes de cenar, cerca de las capuchinas, alrededor de la mesita pintada en que se veía un pescador de cangrejos jugando a las bolas con un domador de osos, que un artista, al parecer danés (como el perro de la villa verde), había decorado para pagar su cuenta, siempre es igual..." Con eso había situado la escena en el tiempo, a una hora vaga, cuando se va a pasar al comedor, pero todavía se está fuera en una terraza, o en un balcón, o en un jardín. Me incliné inmediatamente por esta última hipótesis, puesto que enseguida precisé: cerca de las capuchinas.»
El texto permite desmontar algunas piezas del mecanismo creador, que vistas de cerca no son tan enigmáticas. A Aragon se le ocurre una frase y, en vez de permitir que se desvanezca, como tantas otras que atraviesan nuestra conciencia sin dejar huella, la interpreta como el comienzo de una novela, la convierte en un anteproyecto. Afinemos aún más la mirada: Aragon es un novelista que, como todo novelista, mantiene vigente el proyecto de escribir una novela, y esa frase casual adquiere un significado preciso, sugerente, al ser escuchada desde ese proyecto. Que esa frase sea comienzo de una obra es una posibilidad que ha de ser inventada por el autor.»
Marina insiste —y yo con él—: los proyectos se engastan en proyectos. El proyecto de ser novelista permite que una frase banal desencadene el proceso de escribir una novela concreta. Las cosas no presentan el mismo perfil a los ojos de un espectador inerte que a los ojos de un novelista en estado receptivo. La perspicacia del idioma, dice, lo pasma una vez más: «Es bien sabido que se llama “estro” a la inspiración, al poder creativo de los artistas. Pero esta palabra también significa el periodo de celo de los mamíferos, especialmente de las hembras. ¡Magnífica intuición! En efecto, durante el periodo creador, el artista está receptivo, fértil, y puede ser fecundado por cualquier bobada convertida en poderoso espermatozoide. Dicho en términos no mitológicos: el proyecto cambia el significado de las cosas, que se convierten en significativas, sugerentes, interesantes, prometedoras, bienesperanzadas.
Sólo Aragon descubre en esa frase lo que Aragon descubre. La posibilidad de ser comienzo de una novela surge al ser iluminada por el proyector de la mirada proyectante. Ése es el primer talento de un novelista: percibir las posibilidades literarias de un suceso.
Una realidad se muestra sugerente cuando en ella se barruntan muchas posibilidades. Pero hay que entender que esas posibilidades no son propiedades de la realidad, sino operaciones incoadas, es decir, minúsculas brasas que encienden la mecha de la pirotecnia creadora.
La actividad creadora transmuta lo trivial en sugerente.
Quizás algunos recuerden un libro que les mostré en casa; en él, diversos autores retomaban apuntes más vagos que había dejado Henry James a su muerte, y los habían convertido en cuentos (le habían devuelto su calidad de «proyectos», diría Marina). Bueno,  Marina también se ocupa de Henry James, señalando que contó que gran parte de los temas de sus novelas le eran sugeridos por conversaciones sin trascendencia. En sus Cuadernos de notas reseña muchos casos: «pequeño tema inspirado en una conversación mantenida anoche con Lady Shrewsbury», «hace dos días, durante una cena en casa de James Bryce, Miss Ashtor me habló de una situación que había conocido y de inmediato advertí que era posible transformarla en un cuento», «la idea que anoté el otro día, el argumento sugerido por una alusión de George», «recuerdo cómo Mrs. Procter me dijo una vez que, habiendo tenido una vida repleta de problemas, sufrimientos, cargas y devastaciones, la posibilidad de sentarse a leer un libro constituía para ella, en sus años otoñales, un placer singular, la certeza de que tras haber sobrevivido a tantas cosas, nada podía ocurrirle ahora», «me impresionó muchísimo el comentario y ahora vuelve a mí con la sugerencia del minúsculo germen de un relato».
Una frase, un suceso trivial, una imagen pueden desencadenar la completa actividad creadora, pero nos equivocaríamos al pensar que son muy poca cosa. Una teoría ampliamente aceptada sostiene que el genio es un hombre capaz de resolver certeramente los problemas, con menos información que el resto de los mortales. De ahí la impresión de adivinación, de mancia, de inspiración, de manía que los grandes creadores provocan. Pero Marina cuestiona esa idea: «Los grandes creadores manejan siempre más información que los demás, porque en esa minúscula anécdota escuchada durante una cena, o en la imagen de una muchacha pueblerina que mira fotografías, o en la figura del hombre que desciende de un tren, o en la trivialidad de una frase casual se condensa la subjetividad entera del autor. Una realidad aparece llena de posibilidades sólo ante los ojos de quien va a ser capaz de integrarla en un gran número de operaciones. Tener muchos posibles quiere decir ser muy rico en operaciones.»
El proyecto es una irrealidad a la que entrego el control de mi comportamiento. Esa irrealidad es una información a menudo fragmentaria, confusa o minúscula, capaz sin embargo de activar y dirigir la acción, proponiéndole una meta. El primer componente del proyecto es la meta, el objetivo anticipado por mí, como fin a realizar. Salvo en casos muy sencillos, en que el objetivo está diseñado con precisión, los proyectos contienen sólo un patrón vacío de búsqueda. Estos «patrones vacíos» recuerdan lo que nos sucede cuando tenemos una palabra en la punta de la lengua: no podemos decirla, pero somos capaces de reconocerla cuando aparece. Pues bien, gracias a los patrones de búsqueda creamos la información necesaria para llenarlos, y buscamos los planes, métodos y operaciones necesarios.
«No hay proyectos desligados de la acción. Hay, por supuesto, muchas anticipaciones de sucesos futuros, como las ensoñaciones, los deseos o los planes abstractos, que son sólo, en el mejor de los casos, anteproyectos que se convertirán en proyectos cuando hayan sido aceptados y promulgados como programas vigentes. El proyecto es una acción a punto de ser emprendida. Una posibilidad columbrada no es proyecto hasta que se le une una orden de marcha, aunque sea diferida. Los planos de un edificio no son proyectos: son sólo planes, con los que realizar un proyecto cuando lo adoptemos. Este enlace con la acción, que convierte al proyecto en un fin, lo introduce de hoz y coz en los complejos mecanismos de la conducta y sus motivaciones. El proyecto va a activar, motivar y dirigir la acción, y ha de tener para ello el atractivo suficiente. En el origen de todas las ocurrencias proyectivas hay un deseo de actuar. Este esquema sentimental le permite al sujeto inventar motivos de acción. Por ello, la anulación del deseo va seguida de una incapacidad de proyectar. Así sucede en las grandes depresiones. Gebsattel interpretó la depresión como una inhibición vital, una detención del impulso. "El enfermo padece una pérdida del ánimo, de esa incitación a desplegar las posibilidades vitales y experimenta una reducción de su espacio vital", escribe López lbor.
No hay creador desanimado, aunque muchos creadores hayan presumido de ello. En el nihilismo del creador Marina sospecha siempre alguna marrullería. Por ejemplo, Samuel Beckett, que cuidaba con gran dedicación no sólo su estilo, sino el estilo de las traducciones de sus obras, consideraba la creación como «el acto de aquel que, incapaz, sin posibilidad de actuar, actúa, en definitiva pinta porque está obligado a pintar». Al oírle esta opinión, su interlocutor, Georges Duthuit, propició el siguiente diálogo:
«D.: ¿Por qué está obligado a pintar? / B.: No lo sé / D.: ¿Por qué es incapaz de pintar? / B.: Porque no hay nada que pintar y nada con que pintar.»
Dice Marina que éstas no le parecen palabras sinceras de un creador. A los creadores les cuadra más ser definidos como “energúmenos”, que tiene la misma raíz que “energía”. Son los “superenérgicos” y esa vitalidad en el proyectar y en el realizar, que les convierte con frecuencia en personajes incansables y obsesionados con su tarea, es a su juicio el rasgo que sirvió para fundar la desdichada conexión entre genio y locura.
El creador inventa motivos de actuar, porque siente deseos de actuar. Si el proyecto es una meta inventada y elegida, lo que lo moviliza, lo que lo pone en marcha, es el sentimiento: «En efecto, el proyecto es un tema mendicante habitado por una afectividad que incita a la acción». Como vemos, en esta gran sinfonía que es un proyecto, interviene la plural orquesta de nuestras operaciones mentales.
El sentimiento percibe lo interesante del asunto. «La subjetividad entera del autor, por mediación de esos órganos integradores de información que son los esquemas sentimentales, percibe que el tema es transitable, gracias, entre otras cosas, a la conciencia implícita de las operaciones alertadas por ese esbozo vacío.»
Asocio esto con las palabras de alguien cuyo nombre se me pierde, que decía que al escribir una historia nos comportamos como cuando nos enamoramos: así como él ve, en cada pequeña cosa de la realidad, un signo de la persona amada o de su propio sentimiento, nosostros nos topamos, casualmente, con cientos de "señales" que aluden al relato que nos ronda. 
Pero sigamos con Marina, que se pregunta por el origen de nuestras ocurrencias, esas que originarán textos. Nuestras preocupaciones, por ejemplo, o mejor dicho, los complejos bloques de información que están en la fuente de nuestras preocupaciones, resuenan continuamente en la conciencia, como el mosquito en la oscuridad de la noche, dice él. Lo escuchamos o lo presentimos, lo mismo da. Lo cierto es su presencia. También los deseos son grandes inventores de historias, y también lo es el miedo: Al cobarde «se le hacen los dedos huéspedes» porque cualquier cosa, incluso sus propios dedos, desencadenan una fabulación terrorífica.
No es mal ejercicio de hermenéutica literaria intentar descubrir esos esquemas sentimentales que, actuando como sistemas de preferencias, guían los proyectos de un escritor.
Podemos, pues, añadir un nuevo elemento a la definición del proyecto: un tema se convierte en meta, porque su carencia de contenido expreso queda suplida por su poder de movilizar un sentimiento, que es un sistema integrado de esquemas productores de ocurrencias.
«Mediante la acción, realizamos el proyecto. Esta vocación de realidad lo distingue de la ensoñación, con la que guarda, no obstante, estrechos vínculos. Ambos son anticipaciones del futuro, pero en el caso de la ensoñación no hay tránsito posible entre el presente y ese porvenir de fábula. El ensueño puede burlar todas las restricciones porque no pretende realizarse. En cambio, el proyecto está siempre condicionado por la realidad. Puedo soñar que dibujo un mapamundi de tamaño natural. Puedo soñar que escribo una novela relatando todos los acontecimientos de una conciencia personal, el encabalgamiento de deseos y pensamientos, de confusión y claridad, las intermitencias y continuidades de la pasión o la creencia. Pero estos ensueños, imposibles de realizar, no accederán nunca a la condición de proyectos. Un mapa o una novela imponen restricciones de espacio, de tiempo o de género. También un proyecto arquitectónico ha de someterse a numerosas condiciones, que van desde las ordenanzas municipales hasta el presupuesto disponible. El castillo imaginado por el escritor de cuentos de hadas está exento de las leyes de la gravedad, de la resistencia de materiales o de la financiación, restricciones a las que tuvieron que someterse los constructores de esos castillos reales que habitan todavía el amplio páramo con su grandeza desgastada y altiva.
En la entraña del proyecto se incluyen también las condiciones o restricciones que el sujeto sufre o se impone. Hay que decir ambas cosas, porque no todas las restricciones son impuestas al creador, sino que muchas son libremente elegidas por él. La meta puede ser un reto, cosa que ocurre con frecuencia en la actividad creadora, precisamente porque su afán de alcanzar la zona de desarrollo remoto la emparenta con otras modalidades del impulso aventurero. Los artistas han disfrutado siempre buscando un plus de dificultad que les permitiera demostrar sus energías y debilidades.
El caso de Valéry es ejemplar, pero no único. La búsqueda de la dificultad fue para él un arduo placer consentido. “Los tres mejores ejercicios, los únicos quizás para la inteligencia, son: hacer versos, cultivar las matemáticas y dibujar”, escribió, y dio como razón que “estas tres actividades son ejercicios por excelencia, es decir, actos no necesarios, sometidos a condiciones impuestas, arbitrarias y rigurosas.”»
Es inevitable recordar aquí los juegos con que los de Oulipo estimularon su propia escritura (y la de tantos talleristas posteriores, gracias a ellos). Marina sostiene que gran parte de la tarea creadora va a consistir en una hábil gestión de las restricciones.
El atlas del proyecto se va llenando de figuras: tema, patrón de búsqueda, motivos, sentimientos y restricciones. Marina añade otro elemento más. Un proyecto impulsa a la acción y la dirige, pero para discernir los movimientos adecuados y para saber si hemos alcanzado el objetivo necesitamos algún criterio. Si quiero descubrir las Indias necesito saber cómo reconocerlas. Cada vez que un inventor, un científico o un artista se esfuerzan por realizar un proyecto han de comparar cada uno de sus pasos con el objetivo propuesto. «Pero sucede que precisamente el objetivo es lo que se intenta encontrar, lo que se desconoce, con lo cual la búsqueda resulta dirigida por lo buscado, que al mismo tiempo es lo desconocido. Esta situación tan paradójica se resuelve apelando a algún criterio que no sea el mismo objetivo buscado, pero que permita reconocerlo. Gracias a ese criterio, a ese patrón de comparación y reconocimiento, el artista podrá si llega el caso dar la orden de parada.
¿No es un exceso racionalista afirmar la inevitable presencia de criterios en el proyecto artístico? Bien está que el matemático se someta a los criterios formales y el científico a sus criterios de evidencia, pero la creación es un vuelo anárquico, un estallido espontáneo, un surtidor de novedades imprevisibles. ¿No es el artista un ser arrebatado por un impulso misterioso que ni conoce ni controla? Me temo que no. Los capítulos anteriores han mostrado que el Yo ocurrente creador, incluso el del más inspirado y anárquico vate, es un edificio lenta y cuidadosamente construido en el que influyen la casualidad y la inconsciencia, pero sin ahogar la acción de un Yo que elige, selecciona y planea. Por lo demás, sólo un malentendido puede relacionar el criterio con la razón.»
Y aquí, a mí, al menos, me dan ganas de pararme y aplaudir a don José Antonio. Porque de eso se trata cada vez que les propongo un recorrido de lectura: no de diseccionar, a modo de comentario de texto, un producto meramente racional, la anatomía de cada texto, sino de ir elaborando juntos criterios artísticos válidos, que exceden con mucho —o directamente se apartan de a ratos— de la mera razón. Fíjense en cómo lo explica él: «Para evitar el equívoco tal vez debería sustituir el término “criterio” por la expresión “patrón de reconocimiento y evaluación”, pero es demasiado larga. Los criterios de la ciencia son racionales, universalmente válidos y verificables, pero en el arte suceden las cosas de manera distinta. Es el propio autor quien forja sus criterios y los utiliza, sin formularlos explícitamente, bajo la forma de un “juicio de gusto”.
Atienda el lector al embarazoso hecho de que he incluido en el proyecto los criterios, y ahora resulta que el criterio artístico fundamental es el “gusto” del artista, que no está en el proyecto, sino en el sujeto. También al analizar lo que hace interesante a un tema nos vimos obligados a replegarnos hacia el sujeto, fuente del interés y de las posibilidades. Nada de esto debe asombrarnos, pues el proyecto es una proyección de la propia subjetividad. Un acontecimiento biográfico. Es el sujeto quien desde esa avanzadilla que es el proyecto se seduce a sí mismo. Si la altanería del proyectar define al creador es porque es el creador mismo quien se estira hasta situarse en ese proyecto que desde la lejanía le atrae. Los proyectos son la expansión del ámbito de la subjetividad.
Cuando un artista promulga un proyecto, al tema esbozado le acompaña el sistema de preferencias del artista, que actuará de patrón de evaluación. Sus ideas sobre el arte, sobre la situación en que vive, tal vez su deseo de triunfar o de crear una obra original, completan y dan significado a ese tema afectado de tanta indigencia. Lo que significa para Picasso la frase «pintar las demoiselles de un burdel», tiene poco que ver con lo que significaría para otro pintor. Ni siquiera el acto de pintar tiene el mismo significado para Picasso que para Mondrian.
En este punto tenemos que retomar la noción de sentimiento. El “gusto artístico” es un sentimiento y, como tal, un gigantesco bloque de información integrada. Voltaire, en el artículo “Goût” del Diccionario filosófico, escribió: “El gusto, ese sentido, ese don de discernir nuestros alimentos, ha producido en todas las lenguas conocidas la metáfora que expresa, mediante la palabra "gusto", el sentimiento de las bellezas y las faltas en todas las artes. Es un discernimiento rápido, como el de la lengua y el paladar, y que como éste antecede a la reflexión; es como éste, sensible y voluptuoso respecto de lo nuevo; rechaza, como éste, lo malo con rebeldía. Está frecuentemente, como éste,  indeciso y confundido”. Es muy ilustrador que se haya buscado la analogía entre la experiencia estética y el gusto, que es un sentido poco analítico en comparación con la vista. No me cabe duda de que esta elección se funda en el carácter integrador de todo sentimiento, incluidos los estéticos. Un esquema sentimental, que es un bloque integrado de informaciones, valoraciones estéticas, peculiaridades psicológicas, reflexiones teóricas, deseos, manías, razonamientos, ensoñaciones, y muchas cosas más, interpreta los datos perceptivos y los hace aparecer en la conciencia sentimentalizados, o lo que es igual, englobados en un sentimiento que inventa/descubre en ellos el valor correspondiente. A partir de esta experiencia podemos investigar los componentes del esquema sentimental que la hizo posible, mediante un riguroso análisis genealógico.»
Los sentimientos producen ocurrencias, nos dice Marina, además de evaluar las ya producidas. De ahí que el sistema de preferencias de un artista, sus patrones de reconocimiento y evaluación son la gran creación que va a distinguirle de los demás.
No hay forma de copiar la realidad si no es a través de la irrealidad del proyecto. Cuando las expectativas son tan novedosas que abren un intervalo entre lo que se proyecta y lo que se puede hacer, el creador tiene que inventar una técnica nueva o un nuevo modo de crear, para poder salvarlo. “La necesidad de reproducir lo que experimento —escribió Monet— me pone cada vez más furioso. Cuanto más avanzo, más me cuesta plasmar lo que siento ante la naturaleza, 1o cual hace que, para llegar a reproducir lo que experimento, olvide totalmente las reglas más elementales de la pintura, si es que existen. En dos palabras, permito que aparezcan muchos defectos para fijar más sensaciones. Para mí un paisaje no tiene la menor existencia como tal paisaje, ya que su aspecto cambia a cada momento. Pero cobra vida a través de lo que le rodea, por el aire y por la luz, que cambian continuamente. Cuando se quiere ser muy exacto, se experimentan grandes decepciones al trabajar. Hay que saber captar el aspecto del paisaje, en el instante justo, pues ese momento no volverá nunca, y uno se pregunta siempre si la impresión recibida ha sido la verdadera.»
«Permito que aparezcan muchos defectos para fijar más sensaciones», asegura Monet. ¡Grande, Monet! Para mí, desde que leí esto, se ha vuelto Monetón.
¿Y cómo se inventan los proyectos, según Marina? «Una vez más parece que nos encontramos ante una paradoja. Las operaciones creadoras dependen de un proyecto, lo que nos fuerza a admitir que la operación de crear un proyecto o no es creadora, o procede de un proyecto previo, que a su vez remite a otro proyecto, y así hasta el infinito. Parece que ha de haber un proyectar sin precedentes, no feudatario de un proyecto anterior, y así sucede. Nuestro temperamento, nuestras necesidades y nuestra educación son productores espontáneos de fines. […] Estamos en el reino de la negociación, de las causalidades recíprocas, de la deriva tenaz, la construcción minuciosa, el ensanchamiento paulatino. Podemos salirnos de nuestras casillas porque somos capaces de llamarnos desde lejos. Podemos pensar valores no sentidos, acaso recibidos de fuera, y de esta manera dirigir nuestro sentimiento real mediante instrumentos irreales. Es pasmoso que podamos dirigir nuestra acción con proyectos meramente hablados, construidos mediante operaciones verbales, que reciben su savia y energía de sentimientos muy lejanos. Proyectos como «escribir un poema absolutamente original», «descubrir la piedra filosofal», «hablar a distancia a través de un hilo», «captar en un cuadro la fugacidad de la luz», fueron hablados antes que pensados, y pensados antes que realizados, los que lo fueron. Esta facultad de entregar el control de nuestra acción a una instrucción hablada, a la que ya me he referido en un capítulo anterior, influye también en el proyectar. Nos concede una enorme flexibilidad para aceptar «encargos», es decir, proyectos ajenos. Ningún talento artístico se ha resentido por ello, porque la aceptación de un proyecto ajeno exige tratarlo como un maniquí al que habremos de vestir con el proyecto propio.»
Y aquí uno evoca la cantidad de espléndidos textos que han salido, no solo de encargos de trabajo, sino de simples consignas de taller: maniquíes que vestimos con el proyecto propio —nuestros sentimientos convocados a la acción por algo que es una parte de nosotros mismos (un proyecto grupal con el que nos comprometemos, por ejemplo) pero que nos llama desde fuera—.
Pero volvamos a cómo puede producir ocurrencias un sentimiento, así que dejo una vez más la palabra a Marina:
«Espero que el lector disfrute con el placer de desenredar, hasta donde se pueda, lo enredado. Una vez más volveremos a las ensoñaciones.
El niño que juega, el vanidoso que se ve protagonista de escenas de triunfo, el miedoso que repite sin cesar la triste letanía de sus miedos, todos ellos fabulan historias con un automatismo que parece un subproducto de la emoción. El asombroso Aristóteles, al estudiar la ira, dice que le sigue siempre un cierto placer, «nacido de la esperanza de vengarse», y añade, con sumo tino: «Es placentero, en efecto, pensar que se podrán conseguir aquellas cosas que se desean.» Por eso, el iracundo «ocupa su tiempo con el pensamiento de la venganza de modo que la imagen que entonces le surge le inspira un placer semejante al que se produce en los sueños» (Ret., 1.378b).
Un sentimiento se convierte en suscitador de ocurrencias que, de modo fantasioso y vicario, satisfacen en cierto modo el deseo. No puedo detenerme ahora en distinguir esta capacidad productiva, de la que pertenece a los sentimientos aversivos, como el miedo. Ahora sólo analizaré las que estaban incluidas en el antiguo adagio: «De la abundancia del corazón, habla la boca.» Estamos en condiciones de precisar más: de la abundancia del corazón —mitológico asiento de los esquemas sentimentales— surgen las ensoñaciones. Son ocurrencias muy peculiares.
El enamorado alejado de su amada pasa las horas muertas fabulando encuentros. Se vive protagonista de historias brillantes, triunfador, espadachín, discreto, ágil, divertido, valiente. Convence, salva, divierte, enamora, seduce, conquista a la mujer amada. Es un novelista ágrafo. Estas fabulaciones producidas con tan extrema facilidad son meros despliegues figurativos del deseo. Constituyen las inferencias del sentimiento. Bergson decía que los sentimientos son «generadores de ideas», y también hablaba de una «facultad fabuladora», que permite al hombre la invención de realidades. Es esta capacidad, a la que muchas veces se llama imaginación equivocadamente, la que tenemos que aclarar.
Una vez más hemos de recordar la noción de «esquema mental» y, en especial, uno de sus tipos: los modelos. Estos modelos integran información y procesos. Un modelo es un programa de acción, un conjunto de inferencias plegadas, el esquema de un comportamiento. Tenemos modelos de situaciones, modelos de sentimientos, roles sociales, modelos para solucionar problemas. Cada vez que poseemos un esquema que unifique datos y relaciones dinámicas entre estos datos, tendremos un modelo. Son programas narrativos condensados. También lo son las estructuras narrativas estudiadas por Propp, los estilos literarios, las voces inventadas. Nuestros modelos mentales son numerosísimos y permiten comportamientos asombrosos, como inventar narraciones, realizar inferencias, comprender sucesos, suplir la información ausente.
Cada sentimiento es un modelo, que desencadena diversos recorridos sentimentales. Un suceso provocará el recorrido sentimental de tristeza si es categorizado como «falta de amor», pero ese mismo suceso desencadenará el recorrido de la ira, si es interpretado como «ofensa». La mayor parte de los modelos, que nos sirven para inventar cosas, entre ellas proyectos, son aprendidos. Una cultura es, entre otras cosas, un repertorio de proyectos, elaborados por sus miembros a lo largo de la historia. Cuando este repertorio disminuye, la vida social se hace anémica. Deja de haber emprendedores. El lector ya sabe que el proyecto ha de enlazar con la motivación y, por lo tanto, incitar a la realización de valores. Pues bien, la riqueza de valores propuestos y de proyectos vigentes indica la salud de una cultura. La sumisión a estos modelos recibidos puede ser más o menos completa, pero nadie es absolutamente original. También el artista, al que consideramos el creador por antonomasia, adopta el modelo de «creador» vigente en su época. Sea porque lo acepte o porque lo rechace, en ambos casos dependerá del modelo. El poder de crear es, evidentemente, suyo, pero la forma que adopta y el modo como ese poder se hace consciente depende en gran parte de «roles aprendidos». Un caso notable fue la patologización del modelo de «genio», a partir del romanticismo.
Schopenhauer lo expresó en una sentencia (a pena de reclusión mayor, diría yo): «Malograrse pertenece a la obra del genio: es su título nobiliario.» Nunca festejaré bastante el no ser un genio y espero que este libro sea lo suficientemente plebeyo para ser logrado. Muchos artistas siguieron al filósofo. Baudelaire compuso la figura del artista decadente, que muere por sobredosis de spleen, y Wilde, esa maravillosa maquinita de hacer frases, acuñó la consigna: «Sé bello y sé triste.» Al colmo de la congoja llega el poema de Dörmann, en el que confiesa que ama «todo lo raro y enfermo».
Como no podía ser menos, propuesto el modelo, fue adoptado como proyecto por un cardumen de jóvenes artistas adolescentes.
En resumen, resulta verosímil que proyectar consista en utilizar modelos mentales enlazados con el deseo de actuar, o con cualquiera de los sentimientos que impelen a construir o crear. Cualquier suceso, incluso trivial, activa los esquemas sentimentales que integran el suceso dentro de uno de los modelos narrativos anejos al sentimiento. Un novelista engastará cualquier frase dentro de un proyecto novelístico. Un empresario intentará incluir cualquier hecho dentro de un modelo productivo. Para lograrlo, el sujeto utilizará todas sus operaciones combinatorias, extrapoladoras, inferenciales, imitativas. Usamos los proyectos ajenos para construir los propios, tomándolos como modelos y mezclándolos, interpolándolos, destruyéndolos y reconstruyéndolos con enorme habilidad.»
Bueno, creo que hasta aquí hay suficientes elementos como para ayudarnos a desanudar algunas de nuestras dificultades como escritores y disfrutar más del enorme caudal de posibilidades que, según Marina, tenemos a nuestra disposición. Lanzar la mano más lejos de lo previsible, llamarnos a nosotros mismos para que acudamos más allá, llevar nuestras ensoñaciones al plano de la acción, afinar nuestros criterios estéticos, animarnos a explorar nuestros sentimientos, confiar en nuestras intuiciones, que nos proporcionarán gérmenes vagos, aparentemente intrascendentes, de lo que serán nuestras obras, no apagar las chispas por humildes que parezcan, atrevernos a seguir una idea absurda para saber qué tiene para decirnos… depende de nosotros.

A propósito: las respuestas acerca de qué es escribir para cada una me parecieron estupendas, e ilustran muy bien esto de la inteligencia creadora. ¡Bravo! 

2 comentarios:

Rosa dijo...

Merece varias lecturas, una de ellas, más detenida que la que acabo de hacer. Me ha producido el mismo efecto que un libro del mismo autor, que se titula, (hum, no sé si me acuerdo...) El alma está en el cerebro, o algo así. Le pone palabras, muchas y concretas, a conceptos que no las tenían, o las tenían de otro modo.

Me encantan algunas como:
emperezamiento de la libertad, zona de desarrollo previsible, patrón de reconocimiento y evaluación, despliegues figurativos del deseo, recorridos sentimentales, pero sobre todo, sobre todísimo, me subyuga la idea de estirar el brazo y tratar desde la punta del dedo, de seducirme a mí misma.

Pienso que es un texto muy concentrado, y que requiere más de un comentario, al menos a mí me gustaría volver a él.

Celsa dijo...

Me pasó lo que a Rosa: me puse a leer en la pantalla y quedé tan enganchada que tuve que imprimirlo, sentarme en mi sofá (jejej) y lápiz en mano subrallar muchos párrafos interesantes. Fue curioso como ante una pregunta que me surgía aparecía la respuesta (como si el Marina me leyera el pensamiento -que genio, oye. Y que bien has armado el artículo para nosotros, Gra, Genia-Gra.
Además de la idea que señala Rosa de alargar el brazo y seducirme, señalaría también:

"La inteligencia no es un sistema de respuestas, sino un incasable sistema de preguntas. No vive a la espera del estímulo, sino anticipándolos y creándolos sin parar"

O lo de que embarcada en proyectos rutinarios se convierte en rutinaria...

O lo de que una vez entregado el control al proyecto, éste reorganiza toda la conducta....

Lo de la gestión de las restricciones...

En fin, no voy a aburrir. Ahí está todo.

Gracias, Gra.