Extractos personales de "Suspense: Cómo se escribe una novela de intriga"
Desarrollo
Al decir desarrollo me refiero al proceso que debe tener lugar entre el germen de una narración y la preparación detallada de su argumento. Y eso es mucho. En mi caso puede durar de seis semanas a tres años, no tres años de trabajo constante, sino de «cocción» lenta mientras trabajo en otras cosas.
La idea tiene que ampliarse con personajes, con un marco, con un ambiente. Tienes que saber cómo son estos personajes, cómo visten y hablan, incluso debes conocer su infancia, aunque no siempre debe hablarse de ella en el libro. De lo que se trata es de vivir con los personajes y en su marco durante un tiempo antes de escribir la primera palabra. El marco y las personas deben verse tan claramente como una fotografía, sin puntos borrosos. Además de esta tarea formidable, hay que pensar en los temas y en las pautas de la acción, jugar con ellas, combinarlas para sacarles el máximo partido. Al escribir esto, recuerdo las vagas recetas de los alquimistas de antaño: «Remuévase la olla diez veces hacia la derecha, cinco veces hacia la izquierda, pero sólo si la Luna de primavera está en su máxima altitud, y sólo si una nube negra y tenue, con forma de cola de gato, cruza la cara de la Luna de derecha a izquierda», etcétera. ¿Cuál es la máxima altitud de la Luna? ¿En qué mes de la primavera? ¿Cómo se mejora un argumento?
Hay que «espesar» el argumento
Mejorar o «espesar» un argumento consiste en crearle complicaciones al héroe o quizás a sus enemigos. Estas complicaciones surten un mayor efecto cuando cobran la forma de acontecimientos inesperados. Si el escritor es capaz de «espesar» el argumento y sorprender al lector, lógicamente la trama mejora. Pero no siempre se puede crear un buen libro mediante la pura lógica. Algunos argumentos excelentes son muy sencillos: por ejemplo, uno basado directamente en una huida y una persecución, u otro que consista meramente en la historia de una mujer que no acaba de sentirse capaz de asesinar a su marido, aunque lo desea; una historia de indecisión. Este esqueleto de «indecisión» es la encarnación de la sencillez. No ocurre literalmente nada y, pese a ello, en el curso del relato podrías —sólo podrías— amontonar una complicación sobre otra: llegan personas inesperadas que interrumpen a la asesina, la carta de un familiar despierta temores de castigo eterno si llega a cometer el asesinato. Hay aquí lugar para la tragedia y la comedia, como lo hay en casi todos los argumentos.
No puedo dar ningún consejo, o no me atrevo a darlo, sobre el problema de si concentrarse en los personajes o en el argumento mientras se desarrolla la idea para un relato. Yo me he concentrado en una de las dos cosas, o en ambas. Lo más frecuente es que se me ocurra un poco de acción, sin personajes relacionados con ella, que constituirá el centro o el clímax, a veces el principio, de mi narración. Obviamente, a veces un personaje lleno de peculiaridades dará, debido precisamente a sus peculiaridades, acción inicial a la trama. En otras ocasiones es igualmente obvio que una situación poco corriente debe llevar a otras de la misma índole —esto es, a un avance en la acción— y luego el personaje o los personajes no son tan «importantes» para el avance del argumento. Al idear un argumento puede permitirse que éste o el personaje lleven la iniciativa y no veo motivo para considerar que uno de los dos métodos sea superior o inferior al otro.
De vez en cuando utilizo un personaje «de la vida real», en el sentido de que empleo el aspecto físico de alguna persona a la que he conocido. Nunca he utilizado tanto el aspecto físico como la personalidad de un conocido, pero con frecuencia he empleado el aspecto con una personalidad diferente. Hay dos razones para ello: una, me daría mucha vergüenza utilizar tanto el aspecto como la personalidad de alguien o escribir su retrato literal; y dos, trato a muchas personas cuyos rostros se aprenden en seguida pero cuyo carácter no es fácil llegar a conocer profundamente. Y, naturalmente, el carácter interno que se necesita para un libro no suele encontrarse ya hecho en la vida real. [...]
A menudo llego a un punto a partir del cual me es imposible pensar, hacer un bosquejo, y me impaciento por ver algo escrito en el papel, así que empiezo a escribir confiando en que mi buena suerte o la fuerza de la narración me ayudará a continuar. Tal vez esto dará la impresión de que soy muy indecisa, pero lo que espero es una sensación de vida, de actividad, de algo dinámico en los personajes y en el marco de la primera parte del libro, de una acción que yo pueda ver y sentir claramente. No se trata en absoluto de una sensación imprecisa. No me cabe la menor duda de si la experimento o no. No empiezo a escribir con la esperanza de que se presente. Tiene que estar ahí, llena de vida, inspirándome a comenzar a escribir.
Después de todo, un argumento nunca ha de ser una cosa rígida que se encuentra en la mente del escritor cuando éste empieza a trabajar. Yo llevo esta idea un poco más lejos y creo que un argumento ni siquiera debe estar terminado. Tengo que pensar en mi propio entretenimiento y la verdad es que a mí me gustan las sorpresas. Si sé todo lo que va a pasar, entonces escribirlo no es tan divertido. Pero es más importante que los personajes se muevan y tomen decisiones como personas de carne y hueso, que les dé la oportunidad de deliberar, de elegir, de volverse atrás, de tomar otras decisiones, como hacen las personas en la vida real. Los argumentos rígidos, aunque sean perfectos, pueden hacer que los personajes de un libro parezcan autómatas. [...]
Búsqueda y desarrollo
Desarrollar la idea para un relato es tan creativo como encontrarla o recibirla inicialmente. El escritor puede emplear su capacidad de pensar para desarrollar el germen de la narración, pero en semejante proceso la función del cerebro consiste más en excluir (por ilógico) que en incluir o inventar algo. Con un truco, el germen de una idea o una breve secuencia de acción, el escritor puede inventar cinco o seis situaciones que puedan conducir a ello o resultar de ello (desarrollar la idea para una narración es un proceso de avance y retroceso, como tejer) y podría eliminar tres de estas situaciones por ilógicas o sencillamente por no ser tan buenas como las otras tres. Entonces puede experimentar la sensación deprimente de que las tres situaciones restantes no cobran vida, no inspiran, y quedarse paralizado. El escritor arroja el lápiz y se aleja de su mesa de trabajo con la sensación de no haber avanzado mucho, de que tal vez la idea esté muerta. Y más tarde, cuando no esté pensando en la narración, una de estas ideas inmóviles cobrará vida y empezará a moverse, a avanzar, y de pronto el escritor tendrá ante sí una larga extensión de buena narrativa. Arquímedes estaba en la bañera cuando gritó «¡Eureka!», y no devanándose los sesos ante su escritorio o dondequiera que trabajase. Pero estos momentos de gloria no llegan a menos que antes se le hayan dado vueltas y más vueltas al problema.
Aunque esto representa un arduo trabajo, ya que parece inútil, en realidad prepara el terreno para que la imaginación haga el resto. Mis libretas de notas están llenas de páginas, quizá veinte o más por cada libro que he escrito, que son sencillamente tangenciales o constituyen divagaciones fantásticas alrededor del germen o de la principal acción o situación, que fue la única cosa que permaneció constante durante el proceso de desarrollo. Generalmente, estas divagaciones no se parecen en nada al libro definitivo. Pero son imprescindibles para las ideas, mucho mejores, que se me ocurren más adelante; en cuanto a éstas no suelo tomarme la molestia de anotarlas porque son obviamente acertadas o inolvidables.
Edna O'Brien, la inteligente novelista irlandesa, dijo en una entrevista: «Los escritores siempre están trabajando. Nunca paran.» Esta es la naturaleza de la profesión de escritor, al menos del que escribe novelas o narraciones. Los escritores o están desarrollando una idea o buscando, aunque sea inconscientemente, el germen de una idea.
Yo me dedico a crear debido al aburrimiento que me producen la realidad y la monotonía de la rutina y de los objetos que me rodean. Por tanto, no me disgusta este aburrimiento que me invade de vez en cuando, e incluso trato de crearlo mediante la rutina. [...]
Expresar las cosas importantes
Me parece de lo más aconsejable que el escritor principiante trace un bosquejo del libro capítulo por capítulo —aunque las anotaciones de cada uno pueden ser breves—, porque los escritores jóvenes son muy propensos a divagar. El punto de partida del bosquejo de un capítulo será una pregunta que el escritor se hará a sí mismo: «¿De qué modo este capítulo hará avanzar la narración?» Si para este capítulo tienes pensada una idea llena de divagaciones, ambiental, decorativa, ten mucho cuidado; tal vez sea mejor desecharla si no consigues expresar con ella una o dos cosas importantes. Pero si crees que la idea para el capítulo hará avanzar el argumento, entonces debes hacer una lista de las cosas que quieras demostrar en dicho capítulo. A veces es una sola cosa: que uno de los personajes quiere ocultar el hecho de que se está volviendo ciego; que una carta importante ha sido robada. A veces son tres cosas. Y si las apuntas en un papel y dejas éste junto a la máquina de escribir, tendrás la seguridad de que no se te olvidará ninguna. Incluso ahora, cuando llevo escritos casi veinte libros, a veces tomo nota de lo que quiero decir. Si hubiera hecho esto desde el principio, me habría ahorrado mucho trabajo al escribir Extraños en un tren. No hay nada malo en hacerlo siempre, por experto que uno sea, ya que proporciona una sensación sólida de la obra que se está escribiendo. [...]
Sorprenderse a uno mismo y al lector
Ya he hablado de la necesidad de ver un libro tan claramente como vernos una fotografía, pero yo casi nunca soy capaz de ver así todo el argumento. Veo mis personajes y el marco, el ambiente, y lo que sucede en el primer tercio o cuarta parte del libro, por ejemplo, y generalmente en la última cuarta parte, pero suele haber un espacio borroso al final de las tres cuartas partes, una niebla que no consigo disipar hasta que llego allí.
Mi método de escribir tal vez volvería loca a una persona más lógica. Pero ocurre con frecuencia —incluso a escritores que han visto claramente su libro del principio al fin antes de empezarlo— que un libro experimenta un cambio cuando uno ya lleva escritas tres cuartas partes. Cabe que esto sea el resultado de que un personaje no se comporte como se había previsto, situación que puede ser buena o mala. No estoy de acuerdo en que tener un personaje vigoroso que actúe por su cuenta sea siempre bueno. Después de todo, uno es el jefe y no desea que sus personajes corran de un lado para otro, o tal vez permanezcan inmóviles, por muy fuertes que éstos sean.
Un personaje recalcitrante puede desviar el argumento en una dirección mejor que la que uno había pensado al principio. O tal vez es necesario recortarlo, cambiarlo o desecharlo para volver a escribirlo del todo. Este obstáculo merece que se le dediquen varios días de reflexión y suele exigirlo. Si el personaje es muy tozudo, además de interesante, puede que te salga un libro distinto del que uno se proponía escribir, quizá sea un libro mejor, o igual de bueno, pero distinto. Esta experiencia no debe desconcertarnos. Sucede con mucha frecuencia. Y ningún libro, y posiblemente ningún cuadro, es, cuando está terminado, exactamente igual a como lo soñamos al principio.
En el caso de que haya un espacio borroso en tu pensamiento —o en el manuscrito— seguramente se presentará una solución obvia. Es la solución más fácil, pero no suele ser la mejor. A mí se me ocurrió una solución obvia cuando estaba cerca del final de Crímenes imaginarios. Sydney arroja a su esposa por un acantilado en la finca que los padres de ella tienen en Kent, porque Alicia amenaza con acusarle de intentar asesinarla (arrojándola por el precipicio) si él no sigue casado con ella, cosa que a Sydney no le apetece. De modo que Sydney la arroja por el precipicio y luego dice que ella misma se ha arrojado. Era una solución demasiado trillada y obvia que, además, presentaba con demasiada brusquedad el hecho de que Sydney era capaz de asesinar. Destruí esa versión después de escribirla.
Limitarse a sorprender y conmocionar al lector, sobre todo a expensas de la lógica, es un truco barato. Además, una acción sensacional y una prosa inteligente no consiguen ocultar la falta de inventiva por parte del autor. También escribir lo obvio, que, en realidad, no entretiene, proviene de una especie de pereza. Lo ideal es que los acontecimientos den un giro inesperado, guardando cierta consonancia con el carácter de los protagonistas. Estirad al máximo la credulidad del lector, su sentido de la lógica —es muy elástico—, pero no la rompáis. De esta forma escribiréis algo nuevo, sorprendente y entretenido, tanto para vosotros mismos como para el lector. [...]
La primera página
Algunos escritores, suponiendo que al lector no le gusta cansarse los ojos o el cerebro con un párrafo de treinta líneas, prefieren que el primer párrafo sea corto, de una a seis líneas. Creo que hacen bien. Thomas Mann puede escribir un párrafo sólido y muy largo en el comienzo de La muerte en Venecia, por ejemplo, pero no todo el mundo es capaz de escribir una prosa dotada de tanta fascinación intelectual como la de Mann.
Me gusta que la primera frase contenga algo que se mueva y dé impresión de acción, en vez de ser una frase como, por ejemplo: «La Luz de la luna yacía quieta y líquida, sobre la pálida playa.» [...]
Además, meter al lector en una escena emocional, una discusión, una escena de pasión del tipo que sea es malgastar la imaginación, ya que no es posible que el lector se meta en ella sin conocer a las personas que la protagonizan. Así pues, me parece acertado dar la sensación de movimiento sin presentar en seguida las razones de dicho movimiento. «No había ninguna duda de que el hombre le estaba siguiendo» (A pleno sol). [...]
También en el diálogo el principiante es propenso a escribir cada una de las palabras que se dicen. Con frecuencia tres líneas de prosa son suficientes para transmitir lo esencial de una conversación de cuarenta líneas. El diálogo es dramático y debe utilizarse con moderación, porque entonces, cuando se emplee, su efecto será más dramático. Por ejemplo, en un libro una trifulca conyugal puede resumirse así: «Howard se mantuvo en sus trece pese a que ella discutió con él durante media hora. Finalmente, ella se dio por vencida.» Después de esto, podría añadirse un solo parlamento en un párrafo, como, por ejemplo: «Siempre te has salido con la tuya», dijo Jane. «Así que ya puedes apuntarte otra victoria.»
Al escribir un primer borrador hay que tener presente el libro en su conjunto, es decir, hay que verlo en sus proporciones, tanto si se ven cada una de sus partes en detalle del principio al fin como si no. La mejor forma de ilustrar lo que quiero decir es describir mi primer intento de escribir un libro, que fue también mi primer fracaso. El libro no se publicó nunca, ni siquiera llegué a terminarlo. En aquellos momentos yo veía la totalidad del libro: el principio, la mitad y el final. Quería que su extensión fuese de unas trescientas páginas; luego suprimiría unas veinticinco. Un día me di cuenta de que andaba por la página trescientas sesenta y cinco y no había contado ni la mitad de la historia. Tanto había concentrado la atención en cada página que había perdido de vista el libro en su conjunto. Escribía prolijamente sobre cosas sin importancia y el libro había perdido su proporción. [...]
Me sentía bucólica y empecé a escribir el libro y al principio creí que me estaba saliendo muy bien. Pero allá por la página setenta y cinco empecé a tener la sensación de que mi prosa estaba tan relajada como yo, casi fláccida, y que un estado de ánimo relajado no era el más oportuno para mister Ripley. Decidí tirar las páginas y empezar de nuevo, sentada mentalmente, además de físicamente, en el borde de la silla, porque ésta es la clase de joven que es Ripley: un joven que se sienta en el borde de la silla, si es que alguna vez llega a sentarse. [...]
En armonía con el libro
Los buenos libros se escriben solos, ya se trate de un libro pequeño pero de éxito como A pleno sol o de obras literarias más extensas e importantes. Si el escritor piensa lo suficiente en su material, hasta que se convierte en parte de su mente y de su vida, y se acuesta y se levanta pensando en él, entonces cuando se ponga a trabajar por fin la narración saldrá con fluidez, como por impulso propio. El escritor debe sentirse integrado en el libro mientras lo esté escribiendo, tanto si tarda seis semanas como si tarda seis meses, o un año, o más. Es maravillosa la forma en que fragmentos de información, rostros, nombres, anécdotas, impresiones de toda clase que proceden del mundo exterior durante la redacción del libro pueden utilizarse en éste si uno está en armonía con el libro y sus necesidades. ¿Se trata de que el escritor atrae las cosas más indicadas o es que hay algún proceso que aleja las que no lo son? Probablemente se trata de una mezcla de ambas cosas. [...]
Lo que un escritor quiere que ocurra en un relato tiene mucho que ver con el efecto que desee causar: trágico, cómico, melancólico o lo que sea. Hay que tener bien claro dicho efecto antes de empezar a escribir el libro. Repito esto aquí porque puede ser una ayuda en caso de dificultad. Vuelve al efecto que querías crear al principio y puede que el incidente o cambio en el argumento se te ocurra en seguida. [...]
La dificultad más frecuente con que tropieza el principiante cabe expresarla con esta pregunta: «¿Qué sucederá a continuación?» Es una pregunta aterradora, que puede hacer que el escritor tiemble de miedo al público y, además, que le dé la sensación de estar desnudo en un escenario ante una nutrida concurrencia sin saber qué hacer para entretenerla. De repente se ha visto obligado a pensar en algo que seguramente nunca se le ocurrió pensando, porque la inspiración o el germen de una idea nunca se presentan pensando. Muy a menudo el escritor conoce dos o tres cosas que deberían suceder a continuación o muy pronto; no se trata de que no sepa qué decir, sino de que no acaba de decidirse sobre qué escena o acontecimiento debe escribir a continuación. Esto es un problema de secuencia, sencillo en comparación con los demás problemas. Pero es un problema dramático y, por ende, creativo. Si pensando no acabas de decidirte, deja de pensar y ponte a hacer otra cosa —lavar el coche, por ejemplo— y deja que las tres ideas revoloteen libremente por tu cerebro. Él cerebro de un escritor posee la habilidad de disponer una cadena de acontecimientos de una forma naturalmente dramática y, por tanto, correcta. Desde los dramaturgos más grandes —Esquilo y Shakespeare— hasta los plumíferos de éxito, esta disposición dramática de los acontecimientos se manifiesta de un modo que con frecuencia se califica de instinto, pero que también es fruto de la práctica y la disciplina. Los escritores son personas que entretienen a las demás. Les encanta presentar cosas de un modo atractivo, entretenido, hacer que el público o el lector se sorprenda, preste atención y se lo pase bien.
¡Qué punto de vista!
Pero si una narración realmente se niega a avanzar y tienes la sensación de encontrarte en un lío sin saber cómo salir de él, intenta volver a los métodos que empleaste para idear el argumento: inventa posibles soluciones a tu problema; inventa una acción que haga avanzar el relato, incluso soluciones y acciones descabelladas e ilógicas, porque tal vez sea posible volverlas lógicas. Si esto no da resultado, olvídate de todo el asunto durante un tiempo o finge incluso que te da lo mismo que el libro llegue a terminarse o no. Puede que esto signifique pasarte varios días vagando por la casa sin hacer nada, o trabajando en el jardín, tocando el piano o haciendo cualquier cosa que cambie tus pensamientos. Sin embargo, la dificultad que surge al escribir un libro es un problema que está al acecho y que debe resolverse, sin que sirva de nada tratar de olvidarlo. Desde luego, es muy fácil desecharlo si en realidad no estás muy metido en el libro. Pero si estás metido y el libro te importa, tu subconsciente aportará la solución al problema. Al llegar a la página veinte o veinte y pico el escritor puede encontrarse con que está narrando la historia desde un punto de vista equivocado. Creo que el punto de vista es el coco para muchos escritores principiantes, debido a que se han dicho muchas cosas aterradoras sobre él. Se trata únicamente de sentirse cómodo al escribir, de saber quién narra la historia. La única otra cosa que hay que tener en cuenta es de qué clase de historia se trata. ¿Cómo quedaría mejor contada, desde la barrera o a través de los ojos de un participante? [...]
Obviamente, el escritor tiene que identificarse con la persona a través de cuyos ojos se relata la narración, pues los sentimientos, pensamientos y reacciones de la citada persona son el fluido vital de la narración. Esto no quiere decir que este personaje constituya la acción de la narración. Me resulta fácil imaginar un relato de suspense contado a través de los ojos de un anciano o una anciana que debe guardar cama por enfermedad, simple observador de lo que ocurre. Pero, al igual que todas las novelas, hasta una de suspense es una cosa emocional; son los cinco sentidos, más la inteligencia, que juzga y toma decisiones, los que cuentan y constituyen el verdadero libro. [...]
Recientemente, en una revista femenina leí un relato visto a través de los ojos de un padre: corre el riesgo de que su joven hija le sea arrebatada por un hombre mayor al que ella encuentra fascinante. Estos relatos suelen empezar así: «Soy sólo un hombre, así que no lo sé todo, pero...» Es de suponer que los lectores siguen leyendo ávidamente sólo porque el narrador es un hombre que sabe cosas que los lectores ignoran. La historia estaba bien a lo largo de mil palabras más o menos; luego había una escena romántica entre la hija y el hombre mayor en una terraza bañada por la luz de la luna, con diálogo directo, y era totalmente inverosímil que el padre estuviera allí. Tampoco el autor anunciaba que se iba a inventar la conversación, pero ya estaba a la mitad de la escena cuando me percaté de ello. Son cosas de la ficción popular.
¿Por qué hay que preocuparse por el punto de vista? Bien podríamos hacer que en el próximo relato el narrador fuera una escupidera colocada en un rincón. Con todo, como soy escritora, la solución del problema del punto de vista en este relato acabó por impresionarme y volví atrás para ver cómo se las había arreglado el autor. De ninguna manera: sencillamente había empezado a escribir la escena de la terraza bañada por la luz de la luna. El resultado es ameno —especialmente si tienes que interrumpir la lectura para remover la sopa—, pero, hablando emocionalmente, la ruptura, la inexplicable e imperdonable ruptura del punto de vista debilitaba la narración. Era una libertad que sobrepasaba lo que le está permitido a un escritor. Era, de hecho, una deformación horrible de un relato corto. Desde luego, la escena de la terraza fue escrita para vender el relato, porque lo que desea la mayoría de la gente es ver a los dos protagonistas románticos en acción, en lugar de leer el análisis que hace un padre de todo ello. Y el padre nos hubiera caído muy mal si hubiese reconocido francamente: «Suelo escuchar a escondidas y aquella noche me oculté en un jarrón grande que había en la terraza y...».
«Sentir» una historia emocionalmente
Un serio estancamiento después de treinta o cuarenta páginas, y un auténtico hastío de todo el proyecto, puede ser el resultado de que el escritor no se identifique con la persona a través de cuyos ojos y emociones intenta contar la narración. Los escritores con experiencia aprenden a reconocer el fenómeno en seguida, en la primera o la segunda página, y con frecuencia se percatan de ello mientras están pensando —es decir, tratando de sentir el relato emocionalmente—, antes de ponerse a escribir. Hace varios años tuve uno de estos problemas con un relato corto acerca de una mujer de cuarenta y cinco años, residente en Munich, que se hospeda en una estación de invierno en Austria con el propósito de suicidarse al cabo de unos días. Pero, lejos de estar melancólica, hay en ella una alegría, un aire de felicidad plácida, que la hace atractiva a los ojos de los demás huéspedes del hotel, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. La mujer está en paz consigo misma, con los acontecimientos de su vida, y aunque siempre le ha gustado la gente, ya no la necesita: éste es el tema de la narración. Por esto la gente se siente atraída hacia ella, porque presiente que ella no les pide nada, emocionalmente hablando.
Bien. Escribí dos principios para este cuento, uno de seis páginas y otro de doce. Ninguno de los dos daba sensación de autenticidad. La prosa resultaba forzada, estudiada, sin el menor soplo vital y, sobre todo, yo deseaba transmitir una sensación de vida y de amor a la vida, incluso en la mujer que se proponía abandonarla. Le dije a una amiga que estaba muy disgustada conmigo misma porque me sentía incapaz de escribir esta historia cuyo tema era tan prometedor. Me deprimía pensando que el tema, aunque se me hubiera ocurrido a mí, era demasiado bueno para una escritora como yo. Henry James y Thomas Mann lo hubieran escrito fácilmente, pero yo no. «Estoy pensando en escribirla desde el punto de vista de alguien que está en el hotel y que la observa», dije, aunque ello no me inspiró mucha esperanza. Entonces mi amiga, que no es escritora, me sugirió que probase a escribirla desde el punto de vista del autor omnisciente.
Al menos era una idea. La palabra «omnisciente» me sugería objetividad. El autor sabelotodo observa el asunto como si estuviera algo distanciado. Probé a escribir la historia otra vez, imaginándome «a distancia» aunque, de hecho, seguía escribiendo a través de los ojos de mi heroína. La palabra «omnisciente» era lo único que me había ayudado. Ya no tenía que pensar que me encontraba dentro del personaje principal, una mujer que se encuentra al borde mismo del suicidio. Yo nunca he estado al borde del suicidio, ni siquiera en sus proximidades, y no me cabe la menor duda de que esto era un inconveniente. Imaginarme la renuncia al mundo, que es lo que significa el suicidio, iba a resultar una tarea colosal que requeriría mucho tiempo y muchos esfuerzos si quería que saliese bien. Así que opté por la salida fácil: no expliqué el estado de ánimo de la mujer. (Nunca pidas disculpas, nunca des explicaciones, dijo un diplomático inglés, y un escritor francés, Baudelaire, dijo que las únicas partes buenas de un libro son las explicaciones que se han omitido en él.) Me limité a decir que el marido y el hijo de la mujer estaban vivos, que eran muy distintos de ella y que llevaban unos cuantos años distanciados.
Es inevitable que en las primeras obras de un escritor la elección del punto de vista esté dominada por su personalidad, por la clase de vida que ha llevado, por cómo y dónde se educó, por los detalles personales de su vida. Obviamente, es mejor que el escritor elija primero el punto de vista de personajes que emocionalmente se parezcan a él. Cuando haya practicado el arte de imaginar, el escritor puede atreverse a meterse en la personalidad de muchos tipos de personas distintas a él: agricultor, chica joven, niño, marino o casi cualquier persona totalmente distinta de él. Al igual que Paul Gallico en su libro The silent miaow, las confesiones personales de un gato, uno incluso puede llegar a introducirse en la personalidad de un animal.
De un modo u otro, muchas dificultades están en la mente del escritor más que en el papel. Empieza a escribir más despacio o deja de hacerlo sin saber exactamente qué es lo que va mal. Con frecuencia tiene una sensación vaga de inseguridad, de estar perdiendo el tino, de que el relato ya no es bueno ni convincente. Esta sensación la tuve brevemente cuando escribía Crímenes imaginarios y llegó el momento en que la esposa, Alicia, se siente trastornada hasta el punto de arrojarse por el acantilado. El problema radica en que no había dejado bien sentado, con la suficiente antelación en el libro, que Alicia pertenecía al tipo de persona que puede derrumbarse a causa de las tensiones. Finalmente se arroja al vacío, pero tuve que trabajar en páginas anteriores para que esto fuese lógico. Éste es un ejemplo sencillo de este tipo de estancamiento, pero es también el que se sufre con más frecuencia, de una forma u otra: el escritor no ha puesto los cimientos para lo que debe suceder cuando el relato esté más avanzado.
Utilizar los sentidos
Un ambiente poco cuidado difícilmente puede decirse que sea una dificultad, pero puede darle al escritor la sensación de caminar sobre hielo quebradizo a medida que va avanzando, sin que sepa por qué. No se me ocurre ninguna fórmula para crear ambiente, pero, dado que éste penetra en nosotros por uno de los cinco sentidos, o por todos ellos, o también por un sexto sentido, conviene utilizarlos todos. El olor de una casa, el color general de una habitación: verde oliva, marrón mustio o un alegre amarillo. Y los sonidos: el de una lata vacía que el viento hace rodar por la calle, el de un inválido que tose en otra habitación, el olor a una mezcla de medicamentos, a menudo dominado por el alcanfor, que se nota en muchas habitaciones de viejos. O, en una finca campestre donde nada parece estar mal o ser amenazador, a veces, sin saber por qué, se tiene la impresión de que los árboles caerán sobre la casa y la demolerán. [...]
Otras profesiones
Los escritores deberían aprovechar todas las oportunidades de aprender cosas sobre las profesiones de otras personas, ver cómo son sus cuartos de trabajo, oír de qué hablan. Variar la profesión de sus personajes es una de las tareas más difíciles con que se enfrenta un escritor cuando ya ha escrito tres o cuatro libros, cuando ya ha utilizado las pocas profesiones sobre las que sabe algo. No son muchos los escritores que, una vez se dedican de lleno a esta profesión, tienen la oportunidad de aprender cosas sobre otros tipos de trabajo. En una ciudad pequeña, de esas donde todo el mundo se conoce, la cosa puede resultar más fácil. Puede que el carpintero permita al escritor que le acompañe a hacer algún encargo. Un amigo abogado tal vez le dejará estar presente algún día en su despacho y tomar notas. Una vez tuve un empleo durante la temporada alta de Navidad en unos grandes almacenes de Manhattan. Era un escenario caótico, lleno de detalles, sonidos, gente, con un ritmo nuevo —bastante frenético— y un manantial inagotable de pequeños dramas que una podía observar en los clientes, los compañeros y los directivos, que eran muy engreídos. De este escenario nuevo para mí saqué gran provecho en mis obras. El escritor debe observar bien todos los nuevos escenarios que se le presenten, tomar notas y sacar partido de ellos. Lo mismo cabe decir de los pueblos, ciudades y países nuevos. O incluso de calles que nunca había visto antes: una calle miserable en alguna parte, llena de cubos de basura, chiquillos, perros vagabundos, es tan fértil para la imaginación como una puesta de sol en Sunion, donde Byron grabó su nombre en una de las columnas de mármol del templo de Apolo. [...]
Lo primero que hay que hacer antes de empezar el segundo borrador es leerse el primero de cabo a rabo, como si uno fuera un lector y nunca hubiese visto el libro. Esto no es del todo posible, pero hay que procurar hacerlo lo mejor que se pueda. Es preferible no entretenerse tratando de mejorar un adjetivo o un verbo y seguir leyendo rápidamente para hacerse una idea del ritmo del relato, para sentir dónde pierde fuerza, dónde hay una especie de vacío emocional en uno o varios personajes. Los defectos de este tipo, cuando los encuentras, te golpean con tanta fuerza —como una crítica pronunciada en voz alta que te hace estremecer—, que generalmente no es necesario tomar nota, aunque nada malo hay en ello, siempre y cuando las notas no sean demasiado largas y no entretengan demasiado. A veces basta con anotar el número de la página. Si durante esta primera lectura alguna frase parece innecesaria o redundante, hay que tacharla en seguida, ya que, de no hacerlo entonces, habrá que tacharla más adelante. Tachar una frase con un lápiz de color se hace en un momento y proporciona la apropiada actitud desdeñosa ante la propia prosa, que no debe considerarse sagrada.
«Un poco más de detalle en retrospección merienda campestre página 66» es el tipo de nota que podría resultar útil, ya que ésta es la clase de cosa que podría olvidarse y pasarse por alto en una segunda lectura. Sobre todo, hay que ver la impresión general que causa el libro tal como está en ese momento. ¿Es el héroe demasiado gazmoño, duro, sin humor, egoísta? ¿Es admirable, si es que tiene que serlo? ¿El lector acaba preocupándose por él?
Simpatía y preocupación
Debes ser sincero al responder a la última pregunta. Preocuparse no es lo mismo que simpatizar con el héroe. Preocuparse por si queda impune o es atrapado por la justicia es interesarse por él, a favor o en contra. Hace falta habilidad para conseguir que el lector se preocupe por los personajes. Para ello, es necesario que primero sea el escritor quien se preocupe. A eso se refiere esa palabra altisonante: «integridad». Puede que a los buenos plumíferos les importe un pepino, pero, pese a ello, gracias a sus hábiles métodos dan la impresión de que sí les importa y, además, convencen al lector de que lo mismo le ocurre a él. Preocuparse por un personaje, sea el héroe o el malo, requiere tiempo y también una especie de afecto o, mejor dicho, el afecto requiere tiempo y también conocimiento, para lo cual se necesita tiempo, cosa que los plumíferos no tienen.
De vez en cuando es conveniente pensar en el arte del pintor. Si un pintor está haciendo un retrato, un retrato que debe ser bueno, no se limitará a dibujar rápidamente un óvalo para la cabeza, trazar luego dos puntos a guisa de ojos y así sucesivamente. Observará en qué se diferencian los ojos del modelo de los de otras personas y también se tomará la molestia de elegir cinco o seis colores de la paleta para pintar el cabello y la carne: blanco, verde, rojo, marrón y amarillo. El escritor debe poner el mismo cuidado al describir el rostro y el aspecto de sus principales personajes, pero debe hacerlo brevemente (lo cual es más difícil que detalladamente), tan brevemente como le sea posible y, pese a ello, de manera que el lector no lo olvide.
Soy consciente de que algunos escritores opinan de otro modo y les trae sin cuidado el color del cabello de sus personajes, porque es un detalle que a ellos no les interesa. A algunos les basta con decir, por ejemplo, que un hombre es de estatura mediana y tiene el pelo negro. Lo único que hago es decir cómo prefiero escribir yo. De hecho, hace poco leí una crítica que se deshacía en elogios de un libro de suspense en el que no se decía nada sobre el aspecto y los antecedentes de los personajes. Lo que éstos eran quedaba totalmente de manifiesto por medio de la acción. A los pocos días leí otra crítica del mismo libro que no le dedicaba ningún elogio, sino que insistía en que la gente era distinta, la gente tenía antecedentes, y que no era posible escribir un buen libro si se omitían estos detalles. Así son estas cosas.
Pulir con provecho
Cuando termino de leer el primer borrador de un manuscrito, puede que tenga una lista de cinco cosas que deben corregirse —una torpeza de estilo, una parte demasiado corta, una falta de énfasis en determinado lugar— y una lista mental de cosas como «aburridísimo cuando va a visitar a su anciana tía». Doy por sentado que ser aburrido en una parte del libro es una falta tan grave que no se me olvidará. A menos que me sienta emocionalmente agotada por ese día —y leer los propios manuscritos puede surtir este efecto—, tengo que encararme ante todo con el problema más grande. Una vez resuelto éste, empiezo a sentirme mejor. No obstante, a veces se tardan días en resolver los problemas grandes, especialmente si hay que buscar una idea nueva. Durante este período hay que volver a pasar a máquina muchas cosas. Si una página mía acaba llena de palabras cambiadas, frases añadidas, etcétera, la vuelvo a pasar a máquina para que quede pulcra. Aunque para mí siga siendo legible, probablemente soy la única persona en el mundo capaz de leerla, y eso no sin cierta dificultad.
No me duele el tiempo que dedico a mecanografiar de nuevo las páginas llenas de correcciones. Mientras lo hago voy creando mi segundo borrador y al mismo tiempo voy puliendo constantemente, mejorando alguna palabra que dejé tal como estaba cuando corregí el primer borrador con la pluma. El escritor puede corregir con provecho hasta el último momento antes de entregar el manuscrito a la editorial. Y, si se lo aceptan, todavía puede corregir con provecho hasta que el manuscrito pasa a la imprenta. Los poetas siempre están puliendo —he oído que algunos pulen la página impresa— y son los escritores que más se preocupan por las palabras.
Debes tener muy presente la claridad en todo momento. Además, es la mejor guía para conseguir un buen estilo. Es de vital importancia en un libro de suspense. Las frases poco claras deben corregirse cuando se lee el primer borrador, y si se tarda demasiado en hacerlo, conviene escribir «poco claro» en el margen y corregir más adelante.
Con frecuencia compruebo que es posible cortar una o dos frases al final de un capítulo, frases que quizás escribí con gran esfuerzo porque me pareció que eran necesarias para redondear el capítulo. Un ejemplo de esto sería: «Y salió desconsoladamente de la casa. Ahora ya sabía lo que quería saber.» Si el lector ha leído el capítulo, ya sabe que el personaje ha averiguado lo que deseaba. Además, es de suponer que el personaje sabe salir de la casa y que saldrá, antes o después, suponiendo que no viva en ella y que tenga un hogar al que pueda ir. [...]
[Highsmith resume el argumento de un libro acerca de una prisión, donde los presos cuidan, en secreto, a un perro. La existencia del perro es descubierta por los guardias] Dos días después estalla un motín, no exactamente a causa del perro, sino a causa de las malas condiciones en general: la confiscación del perro sólo ha servido para precipitar el estallido. Durante el motín, Max, el único compañero de Carter, es muerto estúpidamente. El hecho aumenta la amargura de Carter, que durante los cuatro años de condena que le quedan por cumplir no conoce a nadie más con quien desee trabar amistad. Este, pues, era el propósito del perro. [...]
ATENCIÓN: Nuevos talleres
INSCRIPCIÓN A NUEVOS TALLERES EN:
http://elbardeltaller.blogspot.com.es/
HASTA EL 15 DE ABRIL
¡NO TE DEMORES!
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viernes, 26 de febrero de 2010
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