¿Cómo se encabeza una carta dirigida a un ser de quien apenas se sabe nada? ¿Con un saludo formal, respetuoso, distante? “Estimado señor”, por ejemplo, o “Muy señor mío”… Pero es raro tratar de ese modo a quien ha compartido con uno tantas horas, durante tantos meses. Porque ese alguien desconocido forma ya parte, sin embargo, del paisaje doméstico y ante él se ha bostezado impúdicamente. Ese alguien te ha visto desesperarte o morirte de risa, pasear inquieto por tu casa o tomar un café distraídamente mientras escuchas música. Esa es la esencia contradictoria del lector: su anónima proximidad. El lector es el fantasma que puebla el castillo imaginario de la fantasía del escritor. Una presencia permanente que te acompaña y vigila, que te interpela y te inquieta. Un ser invisible y, sin embargo, presente a tal extremo que acaba resultando tan familiar como un viejo amigo de infancia. Quizá ese sea el trato adecuado, el de una intimidad afectuosa, una intimidad de aquellas que autorizan tanto al abrazo como a la discusión. Sea pues así:
Querido amigo:
Empiezo esta carta con la sensación de ir a contarte algo que tú ya sabes. Porque así es nuestra relación: tú sabes tantas cosas de mí y, en cambio, yo de ti sé tan pocas… Siempre juegas con ventaja. Pero yo haré como hago siempre: escribir y escribir como si estuviera descubriéndote un mundo y confiar en que, pese a todo, entre lo que ya sabes o intuyes de mí y de este arte extraño de la escritura, se cuele alguna idea, alguna experiencia que te sean nuevas, que muevan tu curiosidad, que sirvan para que se crezca esta amistad inmaterial, construida con la rara alquimia de mezclar dos soledades en un crisol de papel.
Tengo que decirte, para empezar, que todo escritor lleva un lector dentro. Más aún, es ese lector primero que fuimos el que nos impulsa a emprender el camino de la escritura. Y es a ese lector al que se busca complacer con lo escrito. Por ello, la tan escuchada frase, empleada por muchos autores, de que en realidad se escribe para uno mismo no resulta en absoluto incompatible con la idea, defendida por otros autores, de que se escribe para los demás. Si el lector que cada escritor lleva dentro es el primer destinatario de lo escrito, también es, en cierto modo, el representante de la mirada ajena, el portavoz del Otro en los dominios de intimidad de la creación literaria. La sensación de ajenidad que provoca la lectura de un texto propio, una vez terminado e impreso, no hace sino confirmar esa dualidad. Debes saberlo, pues: tú y yo somos iguales. Ya lo dijo Baudelaire y si yo no he de llamarte hipócrita, sí que estarás de acuerdo conmigo en que tú y yo fingimos no darnos cuenta de esa igualdad. Eso forma también parte del juego: ambos necesitamos de la admiración para jugarlo y es difícil admirar a quien se ve como un igual. Tú juegas a verme como un artista y yo a creer que lo soy. Pero uno nunca deja de ser quien fue mucho antes de que la vanidad viniera a enredarlo todo: un emigrante criado en una barriada de clase media baja, con muchos más sueños en la cabeza que medios para hacerlos posibles, en mi caso. Lo demás es teatro.
La voracidad lectora del escritor suele ser tan compulsiva y omnívora como lo son el resto de las fuentes de las que bebe la inspiración creativa: la propia vida, las de las personas que conocemos, la memoria histórica, las anécdotas de la actualidad cotidiana, los paisajes que hemos visto o de los que nos han hablado, la memoria familiar… Pero la inspiración literaria se nutre en primer lugar de lo escrito por otros, del acervo histórico de lo que llamamos literatura clásica, proveedora de modelos a imitar o a denostar pero, en cualquier caso, fundamentales para confrontar la propia creación; y también de la corriente viva de la literatura coetánea, la que van produciendo otros escritores durante nuestra vida.
Yo recuerdo con precisión las horas de lectura en la habitación de mi infancia, un cuarto feo y pequeño con una ventana que daba a un patio interior por el que bajaban y subían incesantemente los ascensores. Las páginas de La isla del tesoro, de Robinson Crusoe, de La Atlántida o de Viaje al centro de la Tierra me llevaban muy lejos de aquel mundo gris y tristón y me hacían soñar que otra vida era posible. Recuerdo el sentimiento de fatalidad de Los últimos días de Pompeya y la primera intuición del erotismo en la aventura galáctica de la novela Nínive, de Larry Niven. Yo quería ser Miguel Strogoff y el capitán de quince años que se refugiaba en los termiteros. De igual modo jugué, años después, a meterme en el pellejo del enamorado herido de Adiós a las armas o del duro y sentimental detective Philip Marlowe. Durante los convulsos años de la adolescencia me sentí tan apresado como el señor K. de El proceso y tan fuera del mundo y de sus convenciones como el Molloy de Beckett. Leí tanto y tan apasionadamente que de algún modo contraje la enfermedad quijotesca de Alonso Quijano y si no batallé contra molinos de viento sí que confundí una y mil veces la realidad con mis deseos y me vi volteado por las aspas de remolinos sentimentales que me dejaron más vapuleado que escarmentado. Con la presunción propia de todo lector, que al apropiarse del libro con su lectura se considera a sí mismo tan único como el universo que acaba de reinventar en su fantasía, me he considerado siempre el lector ideal de algunos autores. De Stevenson, Verne, Chandler, Auster, Borges y Grahan Greene desde luego. De Kafka, Dos Passos, Cervantes, Calvino y Cortázar, probablemente. Sí, ya lo sé, ya te veo protestando, exigiendo para ti ese mismo papel respecto de esos mismos autores. No te lo voy a discutir. Los escritores son así, gente promiscua que abre su intimidad a cuantos quieran penetrarla, y con ellos no valen los celos. Pero te aseguro que la obra de la que nunca me he sentido lector ideal ha sido precisamente la mía.
Yo sé (eso sí que lo sé) que tú estás siempre presente en mi imaginación mientras escribo. No busco adularte ni ponerte las cosas demasiado fáciles, pero sí me interrogo cada poco sobre lo que tú pensarás de lo que yo estoy escribiendo. Trato de imaginar tus reacciones, intento ponerme en tu lugar. Tú no sabes nada de la narración que yo escribo y que tú leerás más tarde (ese es el único terreno en el que yo te llevo ventaja), y yo debo adivinar, al escribirla, cómo reaccionarás a mis palabras, para tenderte mis celadas, para trazar la ruta que te lleve de la primera a la última página del libro sin que en el camino se te agoten las ganas de seguir leyendo. Es como un encantamiento que no puede surtir efecto si en la cocción faltan esos inevitables cabellos de la víctima de los que siempre hablan los cuentos. Sólo que yo no sé de qué color es tu pelo ni dónde podré hallar el mechón que me sirva para el sortilegio. Me muevo a ciegas, manoteo a mi alrededor sin hallar nada cierto. Y aún así avanzo, quizá porque todo escritor es en el fondo un temerario que se lanza al vacío confiando en que unos desconocidos hayan desplegado allá abajo una salvadora red de atención.
Muchas veces he tratado de ponerte rostro, incluso de darte un nombre. No sé si por curiosidad o por tranquilidad, no sé si por jugar a desenmascararte o por acomodarme a una mentira que aleje de mí la inquietud que tu rostro sin facciones me provoca. Cuando era niño y disfrutaba del temprano descubrimiento de la embriaguez de las palabras, tú tenías todos los rostros de mis compañeros de clase. Para ellos escribía absurdas comedias policíacas que luego leía ante la mirada satisfecha del profesor. Y cada una de sus risas, incluso de sus comentarios chuscos, que no faltaban, me llenaba de una rara felicidad. Pero los compañeros de clase se fueron con la misma velocidad que los años de la infancia y ya no hubo más lectores colectivos y cotidianos. Durante algún tiempo, te adjudiqué el rostro de las mujeres que amaba. Escribía para ellas y ellas salían de mi vida con lenta pero inexorable puntualidad de reloj suizo, llevándose consigo mis expectativas literarias.
Fue después de publicar mi primer libro (después de una interminable retahíla de manuscritos penosos cuando no ridículos) cuando empecé a buscar el lector ideal de mis textos en los críticos literarios. La desilusión fue tan inmediata como contundente. Las más de las veces me preguntaba si realmente el crítico de turno, más allá del juicio benévolo o desfavorable a mi obra, había leído realmente lo que yo había escrito y, si lo había hecho, me asaltaba la amarga duda de si se habría enterado de algo. Aquello me produjo deprimentes pensamientos sobre mi capacidad de comunicación y sobre la calidad de lo que escribía. Más tarde, leyendo los artículos que aquellos mismos críticos publicaban sobre los libros de otros autores que yo había leído y que admiraba, comprendí que el problema no estaba en mí (independientemente de que mi textos fueran buenos o malos) sino en un colectivo aquejado de una rara animadversión hacia el objeto de su trabajo de la que apenas unos pocos escapan.
Pero de esa comparación surgió con fuerza la idea de que tú, mi lector ideal, quizás fueras en realidad un igual en el sentido más literal de la palabra. Es decir, otro escritor. Recordé la frase de Leopoldo Alas “Clarín”, cuando afirmaba que había escrito su novela La Regenta para cuatro o cinco personas “y en especial para don Benito Pérez Galdós”. Ciertamente, Clarín tuvo poca suerte en la elección de su lector ideal porque su admirado Galdós tardó años en darse por aludido y sólo publicó la reseña de La Regenta en el momento en que “Clarín” agonizaba. Yo he tenido mejor fortuna y escritores como Luis Sepúlveda, Bernardo Atxaga, Antonio Sarabia, Santiago Gamboa, Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina o Julio Llamazares han sido lectores de mis libros y sus lecturas me han llenado de alegría. Pero en realidad no son tanto lectores como cómplices que leen con una mano y corrigen con la otra, pues sus consejos y críticas han contribuido en gran medida a que mis libros sean lo que son.
¿Quién eres tú, pues? ¿Tan sólo una sombra que, a la manera shakespereana, me tutela y vigila? ¿Debo conformarme pues con esta tarea de ciego? La verdad es que la vida no suele ofrecer respuestas simples, por mucho que los humanos nos esforcemos en reducirla a esquemas manejables. Tampoco lo hace en este caso, o al meno eso creo yo hoy, ahora.
He descartado muchos otros rostros para ti, además de los ya citados, entre ellos los de mis propios editores. Sé bien que es tras convencerles a ellos que el libro realmente se convierte en eso, un libro y no un montón de folios guardados en un cajón, pero precisamente ese papel decisivo les otorga un poder sobre la obra que les impide ser los lectores ideales. Son sin duda los lectores necesarios, pero hay demasiados condicionantes extraliterarios, desde la mercadotecnia hasta las luchas de poder dentro de las casas editoras, que distorsionan su lectura.
Durante estos años, libro tras libro, he asistido a decenas de presentaciones de mis novelas en España y fuera de España. He dado conferencias delante de dos estudiantes en la Universidad de Oviedo (de hecho les invité a una cerveza en el bar de la esquina porque parecía más natural charlar así con ellos que fingir un acto público en una sala vacía en la que sólo estábamos tres personas) y ante más de un millar en el teatro de Mantova. He hablado con profesores universitarios franceses, marinos venezolanos, bibliotecarios salmantinos, alumnos de bachillerato de Gijón, historiadores vascos y cocineros castellanos. He escuchado hablar de Nagala, la india que aparece en Carta del fin del mundo, con la vehemencia de un enamorado e incluso he sabido que ese nombre (del que soy creador pues fue pura invención para designar al personaje de mi novela, construido por cierto a partir de la idea de integrar el nombre de una famosa musa de artistas, la Gala de Dalí y Eluard, como parte del fonema) es el que lleva hoy una niña española cuya madre acudió, todavía embarazada, a pedirme que le dedicara un ejemplar del libro. He encontrado lectores que me piden una segunda parte de El converso y otros que se han reconocido (tanto hombres como mujeres) en las angustias y las confesiones del narrador de Una belleza convulsa. He hablado con cubanos, mexicanos, franceses, italianos, alemanes, griegos, portugueses, argentinos, peruanos, uruguayos, españoles…y creo por fin haber comprendido el mensaje que de alguna manera me han transmitido colectivamente: Tú, lector ideal, cual si de un ser demoníaco se tratara, bien puedes decir “Soy legión”. Porque el tuyo no es un rostro único, individual. Eres muchos, como representación material de esos Otros que habitan dentro de cada ser humano y de cuya existencia de algún modo da cuenta toda literatura. También la mía. Tú, lector ideal, eres aquel que en un momento dado toma mi libro en sus manos y comparte conmigo sus emociones, sus dudas, sus incertidumbres. Y, al hacerlo, agrandas, alargas, enriqueces el libro, lo completas con tus vivencias, lo haces ubicuo pues mientras reposa en tu mesa de noche tú lo llevas contigo, enredado en tus pensamientos. Tal y como he hecho yo tantas veces con los libros de otros. Tú, lector ideal, eres quien ahora lee esta carta y encuentra en ella un eco familiar. Por eso te escribo. Desde la proximidad de las palabras, con la esperanza de que todo lo escrito no sea un grito en el vacío sino un paso más en este largo diálogo que mantengo contigo desde que, a los ocho años de edad, descubrí que contando historias el mundo se hacía más grande y más vivible y, sobre todo, menos solitario.
Por eso me despido de ti hasta pronto, hasta que nos volvamos a encontrar en las páginas de otro libro.
Recibe un abrazo grande de
José Manuel Fajardo.
ATENCIÓN: Nuevos talleres
INSCRIPCIÓN A NUEVOS TALLERES EN:
http://elbardeltaller.blogspot.com.es/
HASTA EL 15 DE ABRIL
¡NO TE DEMORES!
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viernes, 5 de febrero de 2010
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1 comentarios:
Pues claro que todo escritor lleva un lector dentro, ¿cómo, si no?
¿Lector ideal de su propia obra?, por supuesto que nunca lo soy de la mía. Pero me soporto porque..., ¿soy vaga?
Seguro.
No sé... hoy estoy griposa y no tengo el coco muy lúcido. Voy a ver si me lo aclara un chute de Rinospray.
:(
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