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viernes, 5 de febrero de 2010

Cromo: Los cuentos que dibujan la vida, por Enrique Vila-Matas

Escribió Cervantes que el miedo tiene muchos ojos. A veces pienso que de uno de esos ojos nació el cuento moderno. «Al principio fue el miedo», escribió Cortázar hablando de Edgar Allan Poe, el fundador del relato actual. Se sabe que Poe temía la oscuridad y se refugió en el láudano y el alcohol para combatir sus fantasmas y que, del fondo mismo de la noche, del balbuceo mismo del terror, nacieron historias para no dormir como El corazón delator, Ligeia o El entierro prematuro. A veces me digo que el cuento moderno nació de uno de los ojos del miedo y también del deseo de estar a la altura de ciertos sueños de perfección y de exactitud, lo que explicaría que en algunos de sus relatos anduviera Poe buscando que éstos funcionaran como perfectos mecanismos de relojería. Poe debió de parecerse a ese Dios que no creía en Dios, un delicioso personaje de un cuento de Edgar Neville, un Dios con ciertas ansias de perfección que es Dios porque él así lo ha decidido y también «porque alguien tiene que ser Dios».
Pero, como es bien sabido, todos fracasamos en el intento de estar a la altura de nuestros sueños de perfección. Eso es tan indudable como que el fracaso es un estado positivo para el artista, ya que se ve obligado a persistir, a seguir trabajando. Y es bien curioso: lucha el artista por ser Dios y por la obra perfecta cuando, de conseguirla, eso sólo significaría la aparición de lo definitivo, es decir de la muerte. «Si un día pinto un cuadro perfecto, me moriré en el acto», dijo Dalí. Y Faulkner se expresó en términos parecidos: «Si un artista lograra estar a la altura de su sueño de perfección, sólo le quedaría cortarse el cuello». Y añadió, en palabras que han dado la vuelta al mundo literario: «Soy un poeta fracasado. Tal vez todos los novelistas quieren primero escribir poesía, y después descubren que no pueden y prueban con el relato, que es la forma más exigente después de la poesía. Y después de fracasar en el relato, sólo entonces un novelista se dedica a escribir novelas».
Ya nos hemos situado en un clima de altura, en ese triángulo esencial que componen la muerte, la poesía y el relato. El resto es literatura, literatura que viaja —tal como sugería Faulkner— en vagones de segunda clase. Hay quien ha llegado a decir que sólo la muerte está por encima de la poesía. Sin duda le faltaba el sentido del humor que le sobraba a Nicolas Beryaev cuando dijo que para estar muerto es preciso, por desgracia, morir. Hay que resignarse a la idea de que siempre habrá insensatos que intentarán elevarse por encima del clima de altura que frecuenta la poesía, que cuando es realmente poesía es una tensión hacia la exactitud. La poética de la exactitud viaja de la poesía al relato, es una línea aristocrática en la que podemos seguir remontándonos de Mallarmé al poeta Baudelaire y de éste al cuentista Poe.
Tanto la poesía como el relato tienen un evidente paralelismo, pues provienen de la tradición oral y son breves y, además, debido a esas dos características, han de cumplir el requisito de ser significativos y concentrar en ellos nada menos que toda la vida, es decir, que han de ser sencillamente muy buenos, pues de lo contrario tanto un mal poema como un mal relato resultan vanos, huecos y miserables.
El cuento, esa forma literaria tan exigente, admite grados de condensación casi poéticos —algo que no admite nada bien la prosa narrativa en las novelas— y sin embargo casi nunca es un poema, porque conserva su esencial ritmo narrativo. Eloy Tizón, en la antología Los cuentos que cuentan (edición de Masoliver Ródenas y Fernando Valls), nos dice que sus relatos se parecen a poemas que se parecen a cuentos. A mí la verdad es que los relatos de Tizón siempre me han parecido cuentos y no poemas, pero su frase no carece de duende —es un cuento ultracorto— y me ha hecho pensar en Tabaquería, un poema de Pessoa que siempre he leído como si fuera un cuento, supongo que debido a que siempre necesitamos que haya excepciones a las reglas. 
¿Pero hay reglas? ¿Y qué es realmente un cuento? Todo el mundo —dice Javier Cercas en la antología ya citada— sabe lo que es un cuento, pero da la impresión de que nadie sabe muy bien lo que es. Comparto con Cercas la impresión de que nunca he leído una definición del cuento que abarque de forma satisfactoria el laberinto de variedades, matices, formas y condiciones que nombra esa palabra. Ésa es precisamente una de las gracias del cuento moderno, y la que tal vez lo haga más atractivo. Desde muy poco después de la aparición de los relatos de Poe hubo un estado insólito de rebeldía continua contra cualquier dogma que se pensara aplicable al género, y se fueron sucediendo sin cesar —por eso está tan vivo el cuento— los cambios, y desde entonces nunca ha dejado de haber gran movimiento; es una historia —la movida historia del cuento moderno— que recuerda a lo que le pasa a un narrador cuando se pone a escribir un cuento y que Hemingway explicó muy bien cuando dijo que a veces uno construye la historia del relato a medida que la va escribiendo, que es lo mismo que decir que se hace camino al andar: « Todo cambia a medida que uno avanza. Eso es lo que da el movimiento que constituye el cuento. A veces el movimiento es tan pausado que parece que nada avanza, pero siempre hay cambio, siempre hay movimiento».
También de mudanzas nos habla José María Merino en su prólogo a Cien años de cuentos (su personal antología del cuento español en castellano, de 1898 a 1998); nos habla de cambios y movimientos y del hecho narrativo ese fenómeno que hace que un texto se convierta en un cuento. Porque sólo puede ser un cuento, «porque en él se produce un movimiento interior, una mudanza dramática, una alteración capaz de otorgar repentina trascendencia al asunto concreto de que trata, y que transforma la situación inicialmente planteada, o permite comprenderla dinámicamente, dotada de un sentido especial».
Mudanzas y movimientos se dan en la vida y en los mejores cuentos, que son los que dibujan la vida de modo que ésta, como en los mejores cuentos, parezca que fluye de forma instantánea o azarosa dejándose llevar por esa «circulación literalmente loca» que traza el drama de la vida al final del más inolvidable y también el más terrible de los cuentos de Kafka, La condena. Esa circulación literalmente loca, con sus constantes cambios y movimientos, es lo que provoca que nadie sepa exactamente qué es la vida, y menos aún qué puede ser un cuento, salvo que entendamos que la vida es un cuento.
Se ha dicho de todo sobre el cuento y ya no digamos sobre la vida, algunas cosas —como es lógico— más afortunadas que otras, aunque, como decía Wallace Stevens, a la larga la verdad no importa. En cualquier caso, de entre las afortunadas recuerdo una en la que se decía que un cuento es como aquel poema de Shelley donde se imita al breve y brillante rayo que burla a la noche. De entre las menos acertadas, una que decía que el cuento es como el vuelo de unos gorriones de un campo a otro, sobre un seto, en comparación con un vuelo de gansos desde Terranova hasta Florida. Lo curioso del caso es que ambas frases, tanto la afortunada como la horrible, fueron dichas por la misma persona: el cuentista Arturo Vivante.
En respuesta a una pregunta de unos periodistas venezolanos, Cela dijo que la diferencia entre novela y cuento sólo estaba en el tamaño: «Una novela ha crecido y un cuento no». Prefiero olvidarme de tan sutil comentario y acordarme de Ana María Matute, que dijo que el cuento es un vagabundo, y sobre esta imagen edificó uno de los más bellos relatos de la literatura española. Para Cortázar el cuento es una especie de fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, que es como decir que la tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas.
Hay quien ve el cuento como una suave línea recta que se interrumpe sin aviso —por ahí andarán, por ejemplo, los admirables relatos de Dublineses de Joyce— y hay quien cree que, al contrario, el cuento ha de ser circular, casi cerrado, estilo Poe, sin caer en la cuenta de que ésa no tiene por qué ser una condición esencial del relato, ya que después de todo las construcciones en espiral de final matemático son propias de las ensoñaciones del láudano. Precisamente es de la estructura circular de las percepciones fantasmáticas del láudano de donde surgieron las construcciones opiaceas de esos cuentos de Poe que luego tantos escritores de tantos países distintos imitaron a ciegas, hasta el punto de que el gran cuentista olvidado Jean Lorrain se inventó en Cuentos de un bebedor de éter un personaje llamado Gedeón del que dice que «realmente nos impresionaba mucho, como si se tratara de un cuento de Poe. Y es que hablaba y hablaba durante horas. En resumen, era como una pesadilla. ¿Quién lo hubiera podido creer de un muchacho tan amable?».
Hay quien piensa —y yo entre ellos— que en estos tiempos de pesadilla que nos ha tocado vivir todos tenemos necesidad de mentiras y la novela es un buen lugar para ellas, mientras que el relato es una especie de flash con una curiosa, extraña adherencia a la realidad. Y es que hay en el cuento una voluntad de decir la verdad que le hace alejarse tanto de ciertos artificios como de los artefactos novelescos. Los relatos son como esas canciones ligeras que dicen la verdad. El mejor relato que he leído en mi vida tal vez sea Luvina de Juan Rulfo, un viaje al centro mismo de la tristeza, una excursión al pueblo donde los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes de que llegue a caer sobre la tierra. Luvina es el lugar donde anida la tristeza, no hay un árbol ni nada verde para descansar los ojos, todo está envuelto en un calín ceniciento.
Ya que he nombrado mi cuento favorito quisiera añadir, a bote pronto, algunos títulos más: Un alma de Dios de Flaubert, Un gato bajo la lluvia de Hemingway, Un día perfecto para el pez plátano de Salinger, Los muertos de Joyce, El aleph de Borges, Ionich de Chéjov y el ya citado La condena de Kafka.
Nada contra las novelas, pero el cuento, instalado en su clima de altura y pariente de la verdad, pertenece a la tradición del riesgo en su intento siempre móvil de dibujar con brevedad la vida breve. Nada contra las novelas pero quede aquí claro que, como dice Merino en su prólogo, sólo es verdaderamente buen lector literario quien lee cuentos y poesía además de novelas.
A nadie le recomiendo que teorice demasiado sobre el cuento. La prueba de que no es muy aconsejable la tenemos en lo incómodos que se encuentran los cuentistas a la hora de escribir las poéticas del relato que les solicitan. En mi opinión la poética más solvente que he leído nunca es una de Tobias Wolff que, a la pregunta de cuál era su visión del cuento, respondió que él iba a Washington en autobús y llevaba dos días de viaje y estaba muy cansado. A su lado había una mujer, una alemana con un billete para ir a cualquier parte y que no paraba de hablar. Él apenas comprendía nada de lo que decía la alemana pero, cuando conseguía entender algo, entendía que estaba loca. Por fin ella se tomó un respiro al llegar a Richmond, era ya noche cerrada. El autobús se dirigía a la terminal por unas calles tétricas y, al dar la vuelta a la esquina, allí, a la luz de una farola, vieron a un blanco con una negra. Ella llevaba un vestido amarillo y un bebé en brazos, y él tenía la cabeza echada hacia atrás y estaba riendo. A sus pies había cristales rotos. Wolff entendió que algo pasaba allí, lo que le llevó a enderezarse y mirar bien:¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí? Estoy cansado y el autobús va cogiendo velocidad y la loca que tengo al lado está a punto de darle otra vez a la lengua».
¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí? Nada, un cuento.
Tal vez. Sólo con otro cuento se pueda explicar lo que es un cuento. El cuento confirma la sospecha de que menos es más. Los relatos más fascinantes son aquellos en los que lo más importante no se cuenta permitiendo que el lector escriba a su vez su propio cuento. Otro tipo de relatos también fascinantes son aquellos que se construyen para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto, es decir, que, como ha escrito Ricardo Piglia, reproducen la busca siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», decía Rimbaud.

Enrique Vila Matas «Los cuentos que dibujan la vida» de Desde la ciudad nerviosa, editado por Alfaguara, Madrid, 2000.

2 comentarios:

Celsa dijo...

Bueno, por lo menos no soy una poeta fracasada. Simplemente, no soy poeta ni aspiré nunca a serlo. Pero sí me gustaría ser novelista. ¿Será más fácil, tal como dice Faulkner? No sé, no estoy nada de acuerdo.
Si lo estoy con la afirmación de Vila-Matas de que en el relato "menos es mas", y donde lo más importante está en lo que no se cuenta, dejando que sea el lector quien construya su propia historia.
En fin...

TEXTO SENTIDO dijo...

Bueno, Celsa, tendrás que ser novelista, entonces, y luego ya nos contarás a los demás si era o no más fácil que ser cuentista o poeta. No te queda más remedio, como ves. Es en bien de la ciencia :-)

Por lo demás, coincido con lo que señalás. A mí me parece interesante, también, cuando dice: "Pero, como es bien sabido, todos fracasamos en el intento de estar a la altura de nuestros sueños de perfección."
Y yo que creía que sólo me pasaba a mí...
Ahora, hablando en serio, quizás esto de meterse en la cabeza que llegar a esa perfección equivale a NO HACER NUNCA NADA MÁS EN LA VIDA(es decir, a morir) ayude a la hora de permitirse erores, ¿no?