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viernes, 26 de febrero de 2010

La cosa sigue pintando muy bien

Me alegra mucho que se hayan "prendido" a la yapita que les dejé. Como dije en algún comentario, sembraré aquí y allá inicios de posibles relatos para que ustedes los continúen. Desde ya, no seré yo quien determine si será una historia grupal, como se propuso Rosa comenzándola (¡bravísimo, por animarte a desvirgarla!), o si cada uno tomará el inicio por su cuenta. Recuerden algo importante: en otros blogs compartidos, solemos ser miembros; en este, ustedes, tanto como yo, son los autores. No necesitan pedir permiso para pasearse por este blog, atravesar una calle, detenerse en otra.
Respecto de dejar entradas nuevas con textos propios —no comentarios— la idea de que las dejen los jueves responde a un mínimo ordenamiento: si no sabemos cuándo habrá textos nuevos de los compañeros para leer, estaremos entrando para buscarlos a cada rato; los autores, por su parte, no sabrían cuándo esperar los comentarios, etc. Fuera de este encuadre básico, son dueños de hacer con el material que aquí se les brinde lo que les apetezca.

Una cosa acerca de los comentarios a los textos propios: denles tiempo, dense tiempo. No se apresuren a juzgar; aunque seguramente lo hagan por la ansiedad de decirle al compañero algo que lo anime a seguir, esa misma ansiedad puede resultar bloqueante. De un par de líneas escritas no podremos decir mucho, por más perspicaces que seamos en el arte del comentario. Permitan que cada texto cobre un cuerpo antes de sugerir que se le alargue la falda o se le acorte el escote :-)
Lo mismo corre para sus propios textos: al principio, no deberían censurar absolutamente nada —¡ya bastante nos censura nuestra propia cabeza por su cuenta, sin pedirnos permiso!—. Y esta actitud libertaria es incompatible con cualquier exigencia previa. Solo confíen en ustedes mismos: si ustedes ven con claridad la historia que están contando, los lectores la verán tambien. No fuercen las palabras para que resulten "visibilizantes" o cualquier otro -ante. Ténganse confianza, sencillamente. Y téngannosla a los demás, sus lectores. 
Precisamente, a esta lectora que soy le encantaría ver crecer ambas historias empezadas, ya que las dos prometen. Podés darle una nueva oportunidad a tus colegas, Rosa, para ver si se animan a seguir la que iniciaste —como un cadáver exquisito—, o retomarla por tu cuenta. Y lo mismo te digo, Celsa: ese signo de interrogación que dejaste en el "Continuará...?" sólo podés despejarlo vos: a mí sí que me gustaría saber más sobre ese mocito que le mira el culo a la tía asomada a la ventana. Vos dirás. Aunque también podría ocurrir que Javi se entusiasme con lo que hizo el sobrino para tener que llegar tan de puntillas, y retome él la historia...  

En relación a las ideas y observaciones que surgieron en el post de la entrevista a Abelardo Castillo, me parecen todas muy atinadas. Desde luego, yo también habría huido de un taller donde se pretendiera meter mis textos en un molde. La libertad de escoger con qué nos quedamos y qué desechamos me parece fundamental en cualquier taller... y eso incluye desecharlo por entero en legítima defensa.   

Acerca de "Maíz para las palomas", coincido con algunas de las cosas que Celsa y Javi respondieron. Les cuento lo que yo veo en este relato, mi recorrido particular (que no tiene por qué ser mejor o peor que el de ustedes) por si mi mirada les aporta algo más.
A mí este relato me parece una fantástica pintura acerca del tránsito de niño a hombre, pero trazada por una brocha que borra cualquier esperanza de pasaje prolijo y calmo, o incluso, de la prolija y calma división de las etapas vitales en dos mundos claramente separados. El lenguaje, con su habitual afán anestésico —mientras no venga la literatura a sacudirlo, o, en palabras del cuento, mientras no entre "la poesía en la rutina como una cuña de fuego"— quiere convencernos de que, entre los escalones que ascendemos al acumular velitas en la tarta, hay bordes nítidos: "niñez", "juventud" y "adultez" están separadas gracias al lenguaje.
Pues bien, el cuento dice (a mis ojos), que en realidad esa frontera es porosa, o está directamente agujereada. Los protas de este cuento circulan (los dos) de uno a otro mundo casi insensiblemente. La visión de una niñez ingenua, incontaminada de la crueldad de los adultos, es una visión ñoña —grita el cuento (a mis oídos)—: si dejamos los anteojos rosados en la mesita de luz y miramos la infancia sin corsés, veremos que crueldad y ternura pueden convivir en el mismo niño/hombre: "Yo adoraba a todas las aves", dirá el narrador. "Las gallinas, los pollos, las palomas, los pájaros. De los pollitos ni hablar. Verlos me anonadaba de ternura, y al tocarlos me temblaban las manos." Pero es esa misma ternura la que espanta a las aves, que huyen aterrorizadas. Es el mismo narrador el que se las come, y quizás "con más apetito que mis hermanos, puesto que yo era el más gordo". Ternura y crueldad no son dos caras de una misma moneda —me cuenta el cuento a mí—. Son un único rostro, complejo y tridimensional, como esos hologramas en los cromos de los chicos, cuando los mueven en la palma de la mano.
La belleza también es aquí, como mínimo, paradojal: "De las bellas palomas me impresionaban sus ojos estriados y llenos de sangre". No son unos "ojos llenos de sangre" los que esperaríamos que admirara el niño idealizado que nos contamos habitualmente (ese niño travieso, ingenuo, llorón, curioso, juguetón... pero dulce y cariñoso. Es decir, el niño plano que marca el tópico). Este es un niño real —justamente, por ser de papel. Y de un papel escrito por Kordon—.   
El cuento empieza con otros dos mundos en pugna: "Pero niños y niñas ya nos mirábamos con recíproca desconfianza y desdén. Formábamos dos grupos en la clase y en el recreo", pero pronto pondrá en conflicto aquel equilibrio: "Justamente ese año las maestras tuvieron la ocurrencia de sentarnos juntos a varones y mujeres".
Como señalaron ustedes, la barrera de la diferencia sexual no es la única que separa (y une, digo yo): están los grandes, que viven en conventillos y corralones y que son los que conocen el idioma de la calle versus los más pequeños e inocentes, que, en la propia imagen del narrador, no saben nada.
Sin embargo, una vez más, vemos la porosidad en la barrera: el narrador admira a los grandes, y Emilio admira su destreza con el aro; el padre del lecherito es bruto y caza a las palomas para comerlas, mientras que los padres del narrador son educados, de clase media... y también matan a sus aves para comerlas (es verdad que hay una diferencia social, económica, entre quienes sólo pueden comer palomas y quienes acceden a patos y gallinas, y esta puede ser la única barrera realmente infranqueable en el cuento, la única que no se rompe y deja a ambos lados siempre a las mismas personas).
El narrador, que al principio del relato nunca había relacionado las aves que amaba con la comida que devoraba con apetito (y, por lo tanto, no sufría conflicto alguno de conciencia), al final del relato se habrá hecho hombre: entiende perfectamente que, en contra de lo que él creía, su amigo caza palomas, no para divertirse o prodigarles cariño, sino para comérselas, y no solo asumirá ese golpe a su inocencia sino que, gozoso, se sumará a la fiesta: "Me senté al lado de Emilio y pacientemente esperamos que las palomas del cielo bajaran a la tierra." Tampoco ahora vivirá esa caza como un conflicto, pero ya no por no habérsela planteado, sino por haber decidido que así sea. Tal vez en eso consista la adultez.  
Creo que el maíz para las palomas es justamente, en sí mismo, otra de estas síntesis, otra de estas paradojas, la más potente: el mismo maíz que nutre es el que sirve para depredar; el mismo maíz que hace que el narrador deposite toda su confianza en el padre de Emilio es el que le desvelará la verdadera naturaleza del acto, y por eso, de sí mismo. En ese sentido, resulta ideal para título: condensa, sugiere, remite a una imagen concreta de algo trivial, que cobra a lo largo del cuento una importancia enorme.

Espero que también esta semana disfruten con este, nuestro espacio, y que les sea propicio para seguir escribiendo "como el conejito de Duracell", como dijera una de ustedes.

Patricia Highsmith

Extractos personales de "Suspense: Cómo se escribe una novela de intriga"

Desarrollo
Al decir desarrollo me refiero al proceso que debe tener lugar entre el germen de una narración y la preparación detallada de su argumento. Y eso es mucho. En mi caso puede durar de seis semanas a tres años, no tres años de trabajo constante, sino de «cocción» lenta mientras trabajo en otras cosas.
La idea tiene que ampliarse con personajes, con un marco, con un ambiente. Tienes que saber cómo son estos personajes, cómo visten y hablan, incluso debes conocer su infancia, aunque no siempre debe hablarse de ella en el libro. De lo que se trata es de vivir con los personajes y en su marco durante un tiempo antes de escribir la primera palabra. El marco y las personas deben verse tan claramente como una fotografía, sin puntos borrosos. Además de esta tarea formidable, hay que pensar en los temas y en las pautas de la acción, jugar con ellas, combinarlas para sacarles el máximo partido. Al escribir esto, recuerdo las vagas recetas de los alquimistas de antaño: «Remuévase la olla diez veces hacia la derecha, cinco veces hacia la izquierda, pero sólo si la Luna de primavera está en su máxima altitud, y sólo si una nube negra y tenue, con forma de cola de gato, cruza la cara de la Luna de derecha a izquierda», etcétera. ¿Cuál es la máxima altitud de la Luna? ¿En qué mes de la primavera? ¿Cómo se mejora un argumento?

Hay que «espesar» el argumento
Mejorar o «espesar» un argumento consiste en crearle complicaciones al héroe o quizás a sus enemigos. Estas complicaciones surten un mayor efecto cuando cobran la forma de acontecimientos inesperados. Si el escritor es capaz de «espesar» el argumento y sorprender al lector, lógicamente la trama mejora. Pero no siempre se puede crear un buen libro mediante la pura lógica. Algunos argumentos excelentes son muy sencillos: por ejemplo, uno basado directamente en una huida y una persecución, u otro que consista meramente en la historia de una mujer que no acaba de sentirse capaz de asesinar a su marido, aunque lo desea; una historia de indecisión. Este esqueleto de «indecisión» es la encarnación de la sencillez. No ocurre literalmente nada y, pese a ello, en el curso del relato podrías —sólo podrías— amontonar una complicación sobre otra: llegan personas inesperadas que interrumpen a la asesina, la carta de un familiar despierta temores de castigo eterno si llega a cometer el asesinato. Hay aquí lugar para la tragedia y la comedia, como lo hay en casi todos los argumentos.
No puedo dar ningún consejo, o no me atrevo a darlo, sobre el problema de si concentrarse en los personajes o en el argumento mientras se desarrolla la idea para un relato. Yo me he concentrado en una de las dos cosas, o en ambas. Lo más frecuente es que se me ocurra un poco de acción, sin personajes relacionados con ella, que constituirá el centro o el clímax, a veces el principio, de mi narración. Obviamente, a veces un personaje lleno de peculiaridades dará, debido precisamente a sus peculiaridades, acción inicial a la trama. En otras ocasiones es igualmente obvio que una situación poco corriente debe llevar a otras de la misma índole —esto es, a un avance en la acción— y luego el personaje o los personajes no son tan «importantes» para el avance del argumento. Al idear un argumento puede permitirse que éste o el personaje lleven la iniciativa y no veo motivo para considerar que uno de los dos métodos sea superior o inferior al otro.
De vez en cuando utilizo un personaje «de la vida real», en el sentido de que empleo el aspecto físico de alguna persona a la que he conocido. Nunca he utilizado tanto el aspecto físico como la personalidad de un conocido, pero con frecuencia he empleado el aspecto con una personalidad diferente. Hay dos razones para ello: una, me daría mucha vergüenza utilizar tanto el aspecto como la personalidad de alguien o escribir su retrato literal; y dos, trato a muchas personas cuyos rostros se aprenden en seguida pero cuyo carácter no es fácil llegar a conocer profundamente. Y, naturalmente, el carácter interno que se necesita para un libro no suele encontrarse ya hecho en la vida real. [...]

A menudo llego a un punto a partir del cual me es imposible pensar, hacer un bosquejo, y me impaciento por ver algo escrito en el papel, así que empiezo a escribir confiando en que mi buena suerte o la fuerza de la narración me ayudará a continuar. Tal vez esto dará la impresión de que soy muy indecisa, pero lo que espero es una sensación de vida, de actividad, de algo dinámico en los personajes y en el marco de la primera parte del libro, de una acción que yo pueda ver y sentir claramente. No se trata en absoluto de una sensación imprecisa. No me cabe la menor duda de si la experimento o no. No empiezo a escribir con la esperanza de que se presente. Tiene que estar ahí, llena de vida, inspirándome a comenzar a escribir.
Después de todo, un argumento nunca ha de ser una cosa rígida que se encuentra en la mente del escritor cuando éste empieza a trabajar. Yo llevo esta idea un poco más lejos y creo que un argumento ni siquiera debe estar terminado. Tengo que pensar en mi propio entretenimiento y la verdad es que a mí me gustan las sorpresas. Si sé todo lo que va a pasar, entonces escribirlo no es tan divertido. Pero es más importante que los personajes se muevan y tomen decisiones como personas de carne y hueso, que les dé la oportunidad de deliberar, de elegir, de volverse atrás, de tomar otras decisiones, como hacen las personas en la vida real. Los argumentos rígidos, aunque sean perfectos, pueden hacer que los personajes de un libro parezcan autómatas. [...]

Búsqueda y desarrollo
Desarrollar la idea para un relato es tan creativo como encontrarla o recibirla inicialmente. El escritor puede emplear su capacidad de pensar para desarrollar el germen de la narración, pero en semejante proceso la función del cerebro consiste más en excluir (por ilógico) que en incluir o inventar algo. Con un truco, el germen de una idea o una breve secuencia de acción, el escritor puede inventar cinco o seis situaciones que puedan conducir a ello o resultar de ello (desarrollar la idea para una narración es un proceso de avance y retroceso, como tejer) y podría eliminar tres de estas situaciones por ilógicas o sencillamente por no ser tan buenas como las otras tres. Entonces puede experimentar la sensación deprimente de que las tres situaciones restantes no cobran vida, no inspiran, y quedarse paralizado. El escritor arroja el lápiz y se aleja de su mesa de trabajo con la sensación de no haber avanzado mucho, de que tal vez la idea esté muerta. Y más tarde, cuando no esté pensando en la narración, una de estas ideas inmóviles cobrará vida y empezará a moverse, a avanzar, y de pronto el escritor tendrá ante sí una larga extensión de buena narrativa. Arquímedes estaba en la bañera cuando gritó «¡Eureka!», y no devanándose los sesos ante su escritorio o dondequiera que trabajase. Pero estos momentos de gloria no llegan a menos que antes se le hayan dado vueltas y más vueltas al problema.
Aunque esto representa un arduo trabajo, ya que parece inútil, en realidad prepara el terreno para que la imaginación haga el resto. Mis libretas de notas están llenas de páginas, quizá veinte o más por cada libro que he escrito, que son sencillamente tangenciales o constituyen divagaciones fantásticas alrededor del germen o de la principal acción o situación, que fue la única cosa que permaneció constante durante el proceso de desarrollo. Generalmente, estas divagaciones no se parecen en nada al libro definitivo. Pero son imprescindibles para las ideas, mucho mejores, que se me ocurren más adelante; en cuanto a éstas no suelo tomarme la molestia de anotarlas porque son obviamente acertadas o inolvidables.
Edna O'Brien, la inteligente novelista irlandesa, dijo en una entrevista: «Los escritores siempre están trabajando. Nunca paran.» Esta es la naturaleza de la profesión de escritor, al menos del que escribe novelas o narraciones. Los escritores o están desarrollando una idea o buscando, aunque sea inconscientemente, el germen de una idea.
Yo me dedico a crear debido al aburrimiento que me producen la realidad y la monotonía de la rutina y de los objetos que me rodean. Por tanto, no me disgusta este aburrimiento que me invade de vez en cuando, e incluso trato de crearlo mediante la rutina. [...]

Expresar las cosas importantes
Me parece de lo más aconsejable que el escritor principiante trace un bosquejo del libro capítulo por capítulo —aunque las anotaciones de cada uno pueden ser breves—, porque los escritores jóvenes son muy propensos a divagar. El punto de partida del bosquejo de un capítulo será una pregunta que el escritor se hará a sí mismo: «¿De qué modo este capítulo hará avanzar la narración?» Si para este capítulo tienes pensada una idea llena de divagaciones, ambiental, decorativa, ten mucho cuidado; tal vez sea mejor desecharla si no consigues expresar con ella una o dos cosas importantes. Pero si crees que la idea para el capítulo hará avanzar el argumento, entonces debes hacer una lista de las cosas que quieras demostrar en dicho capítulo. A veces es una sola cosa: que uno de los personajes quiere ocultar el hecho de que se está volviendo ciego; que una carta importante ha sido robada. A veces son tres cosas. Y si las apuntas en un papel y dejas éste junto a la máquina de escribir, tendrás la seguridad de que no se te olvidará ninguna. Incluso ahora, cuando llevo escritos casi veinte libros, a veces tomo nota de lo que quiero decir. Si hubiera hecho esto desde el principio, me habría ahorrado mucho trabajo al escribir Extraños en un tren. No hay nada malo en hacerlo siempre, por experto que uno sea, ya que proporciona una sensación sólida de la obra que se está escribiendo. [...]

Sorprenderse a uno mismo y al lector
Ya he hablado de la necesidad de ver un libro tan claramente como vernos una fotografía, pero yo casi nunca soy capaz de ver así todo el argumento. Veo mis personajes y el marco, el ambiente, y lo que sucede en el primer tercio o cuarta parte del libro, por ejemplo, y generalmente en la última cuarta parte, pero suele haber un espacio borroso al final de las tres cuartas partes, una niebla que no consigo disipar hasta que llego allí.
Mi método de escribir tal vez volvería loca a una persona más lógica. Pero ocurre con frecuencia —incluso a escritores que han visto claramente su libro del principio al fin antes de empezarlo— que un libro experimenta un cambio cuando uno ya lleva escritas tres cuartas partes. Cabe que esto sea el resultado de que un personaje no se comporte como se había previsto, situación que puede ser buena o mala. No estoy de acuerdo en que tener un personaje vigoroso que actúe por su cuenta sea siempre bueno. Después de todo, uno es el jefe y no desea que sus personajes corran de un lado para otro, o tal vez permanezcan inmóviles, por muy fuertes que éstos sean.
Un personaje recalcitrante puede desviar el argumento en una dirección mejor que la que uno había pensado al principio. O tal vez es necesario recortarlo, cambiarlo o desecharlo para volver a escribirlo del todo. Este obstáculo merece que se le dediquen varios días de reflexión y suele exigirlo. Si el personaje es muy tozudo, además de interesante, puede que te salga un libro distinto del que uno se proponía escribir, quizá sea un libro mejor, o igual de bueno, pero distinto. Esta experiencia no debe desconcertarnos. Sucede con mucha frecuencia. Y ningún libro, y posiblemente ningún cuadro, es, cuando está terminado, exactamente igual a como lo soñamos al principio.
En el caso de que haya un espacio borroso en tu pensamiento —o en el manuscrito— seguramente se presentará una solución obvia. Es la solución más fácil, pero no suele ser la mejor. A mí se me ocurrió una solución obvia cuando estaba cerca del final de Crímenes imaginarios. Sydney arroja a su esposa por un acantilado en la finca que los padres de ella tienen en Kent, porque Alicia amenaza con acusarle de intentar asesinarla (arrojándola por el precipicio) si él no sigue casado con ella, cosa que a Sydney no le apetece. De modo que Sydney la arroja por el precipicio y luego dice que ella misma se ha arrojado. Era una solución demasiado trillada y obvia que, además, presentaba con demasiada brusquedad el hecho de que Sydney era capaz de asesinar. Destruí esa versión después de escribirla.
Limitarse a sorprender y conmocionar al lector, sobre todo a expensas de la lógica, es un truco barato. Además, una acción sensacional y una prosa inteligente no consiguen ocultar la falta de inventiva por parte del autor. También escribir lo obvio, que, en realidad, no entretiene, proviene de una especie de pereza. Lo ideal es que los acontecimientos den un giro inesperado, guardando cierta consonancia con el carácter de los protagonistas. Estirad al máximo la credulidad del lector, su sentido de la lógica —es muy elástico—, pero no la rompáis. De esta forma escribiréis algo nuevo, sorprendente y entretenido, tanto para vosotros mismos como para el lector. [...]

La primera página
Algunos escritores, suponiendo que al lector no le gusta cansarse los ojos o el cerebro con un párrafo de treinta líneas, prefieren que el primer párrafo sea corto, de una a seis líneas. Creo que hacen bien. Thomas Mann puede escribir un párrafo sólido y muy largo en el comienzo de La muerte en Venecia, por ejemplo, pero no todo el mundo es capaz de escribir una prosa dotada de tanta fascinación intelectual como la de Mann.
Me gusta que la primera frase contenga algo que se mueva y dé impresión de acción, en vez de ser una frase como, por ejemplo: «La Luz de la luna yacía quieta y líquida, sobre la pálida playa.» [...]

Además, meter al lector en una escena emocional, una discusión, una escena de pasión del tipo que sea es malgastar la imaginación, ya que no es posible que el lector se meta en ella sin conocer a las personas que la protagonizan. Así pues, me parece acertado dar la sensación de movimiento sin presentar en seguida las razones de dicho movimiento. «No había ninguna duda de que el hombre le estaba siguiendo» (A pleno sol). [...]

También en el diálogo el principiante es propenso a escribir cada una de las palabras que se dicen. Con frecuencia tres líneas de prosa son suficientes para transmitir lo esencial de una conversación de cuarenta líneas. El diálogo es dramático y debe utilizarse con moderación, porque entonces, cuando se emplee, su efecto será más dramático. Por ejemplo, en un libro una trifulca conyugal puede resumirse así: «Howard se mantuvo en sus trece pese a que ella discutió con él durante media hora. Finalmente, ella se dio por vencida.» Después de esto, podría añadirse un solo parlamento en un párrafo, como, por ejemplo: «Siempre te has salido con la tuya», dijo Jane. «Así que ya puedes apuntarte otra victoria.»
Al escribir un primer borrador hay que tener presente el libro en su conjunto, es decir, hay que verlo en sus proporciones, tanto si se ven cada una de sus partes en detalle del principio al fin como si no. La mejor forma de ilustrar lo que quiero decir es describir mi primer intento de escribir un libro, que fue también mi primer fracaso. El libro no se publicó nunca, ni siquiera llegué a terminarlo. En aquellos momentos yo veía la totalidad del libro: el principio, la mitad y el final. Quería que su extensión fuese de unas trescientas páginas; luego suprimiría unas veinticinco. Un día me di cuenta de que andaba por la página trescientas sesenta y cinco y no había contado ni la mitad de la historia. Tanto había concentrado la atención en cada página que había perdido de vista el libro en su conjunto. Escribía prolijamente sobre cosas sin importancia y el libro había perdido su proporción. [...]

Me sentía bucólica y empecé a escribir el libro y al principio creí que me estaba saliendo muy bien. Pero allá por la página setenta y cinco empecé a tener la sensación de que mi prosa estaba tan relajada como yo, casi fláccida, y que un estado de ánimo relajado no era el más oportuno para mister Ripley. Decidí tirar las páginas y empezar de nuevo, sentada mentalmente, además de físicamente, en el borde de la silla, porque ésta es la clase de joven que es Ripley: un joven que se sienta en el borde de la silla, si es que alguna vez llega a sentarse. [...]

En armonía con el libro
Los buenos libros se escriben solos, ya se trate de un libro pequeño pero de éxito como A pleno sol o de obras literarias más extensas e importantes. Si el escritor piensa lo suficiente en su material, hasta que se convierte en parte de su mente y de su vida, y se acuesta y se levanta pensando en él, entonces cuando se ponga a trabajar por fin la narración saldrá con fluidez, como por impulso propio. El escritor debe sentirse integrado en el libro mientras lo esté escribiendo, tanto si tarda seis semanas como si tarda seis meses, o un año, o más. Es maravillosa la forma en que fragmentos de información, rostros, nombres, anécdotas, impresiones de toda clase que proceden del mundo exterior durante la redacción del libro pueden utilizarse en éste si uno está en armonía con el libro y sus necesidades. ¿Se trata de que el escritor atrae las cosas más indicadas o es que hay algún proceso que aleja las que no lo son? Probablemente se trata de una mezcla de ambas cosas. [...]
Lo que un escritor quiere que ocurra en un relato tiene mucho que ver con el efecto que desee causar: trágico, cómico, melancólico o lo que sea. Hay que tener bien claro dicho efecto antes de empezar a escribir el libro. Repito esto aquí porque puede ser una ayuda en caso de dificultad. Vuelve al efecto que querías crear al principio y puede que el incidente o cambio en el argumento se te ocurra en seguida. [...]

La dificultad más frecuente con que tropieza el principiante cabe expresarla con esta pregunta: «¿Qué sucederá a continuación?» Es una pregunta aterradora, que puede hacer que el escritor tiemble de miedo al público y, además, que le dé la sensación de estar desnudo en un escenario ante una nutrida concurrencia sin saber qué hacer para entretenerla. De repente se ha visto obligado a pensar en algo que seguramente nunca se le ocurrió pensando, porque la inspiración o el germen de una idea nunca se presentan pensando. Muy a menudo el escritor conoce dos o tres cosas que deberían suceder a continuación o muy pronto; no se trata de que no sepa qué decir, sino de que no acaba de decidirse sobre qué escena o acontecimiento debe escribir a continuación. Esto es un problema de secuencia, sencillo en comparación con los demás problemas. Pero es un problema dramático y, por ende, creativo. Si pensando no acabas de decidirte, deja de pensar y ponte a hacer otra cosa —lavar el coche, por ejemplo— y deja que las tres ideas revoloteen libremente por tu cerebro. Él cerebro de un escritor posee la habilidad de disponer una cadena de acontecimientos de una forma naturalmente dramática y, por tanto, correcta. Desde los dramaturgos más grandes —Esquilo y Shakespeare— hasta los plumíferos de éxito, esta disposición dramática de los acontecimientos se manifiesta de un modo que con frecuencia se califica de instinto, pero que también es fruto de la práctica y la disciplina. Los escritores son personas que entretienen a las demás. Les encanta presentar cosas de un modo atractivo, entretenido, hacer que el público o el lector se sorprenda, preste atención y se lo pase bien.
¡Qué punto de vista!
Pero si una narración realmente se niega a avanzar y tienes la sensación de encontrarte en un lío sin saber cómo salir de él, intenta volver a los métodos que empleaste para idear el argumento: inventa posibles soluciones a tu problema; inventa una acción que haga avanzar el relato, incluso soluciones y acciones descabelladas e ilógicas, porque tal vez sea posible volverlas lógicas. Si esto no da resultado, olvídate de todo el asunto durante un tiempo o finge incluso que te da lo mismo que el libro llegue a terminarse o no. Puede que esto signifique pasarte varios días vagando por la casa sin hacer nada, o trabajando en el jardín, tocando el piano o haciendo cualquier cosa que cambie tus pensamientos. Sin embargo, la dificultad que surge al escribir un libro es un problema que está al acecho y que debe resolverse, sin que sirva de nada tratar de olvidarlo. Desde luego, es muy fácil desecharlo si en realidad no estás muy metido en el libro. Pero si estás metido y el libro te importa, tu subconsciente aportará la solución al problema. Al llegar a la página veinte o veinte y pico el escritor puede encontrarse con que está narrando la historia desde un punto de vista equivocado. Creo que el punto de vista es el coco para muchos escritores principiantes, debido a que se han dicho muchas cosas aterradoras sobre él. Se trata únicamente de sentirse cómodo al escribir, de saber quién narra la historia. La única otra cosa que hay que tener en cuenta es de qué clase de historia se trata. ¿Cómo quedaría mejor contada, desde la barrera o a través de los ojos de un participante? [...]

Obviamente, el escritor tiene que identificarse con la persona a través de cuyos ojos se relata la narración, pues los sentimientos, pensamientos y reacciones de la citada persona son el fluido vital de la narración. Esto no quiere decir que este personaje constituya la acción de la narración. Me resulta fácil imaginar un relato de suspense contado a través de los ojos de un anciano o una anciana que debe guardar cama por enfermedad, simple observador de lo que ocurre. Pero, al igual que todas las novelas, hasta una de suspense es una cosa emocional; son los cinco sentidos, más la inteligencia, que juzga y toma decisiones, los que cuentan y constituyen el verdadero libro. [...]

Recientemente, en una revista femenina leí un relato visto a través de los ojos de un padre: corre el riesgo de que su joven hija le sea arrebatada por un hombre mayor al que ella encuentra fascinante. Estos relatos suelen empezar así: «Soy sólo un hombre, así que no lo sé todo, pero...» Es de suponer que los lectores siguen leyendo ávidamente sólo porque el narrador es un hombre que sabe cosas que los lectores ignoran. La historia estaba bien a lo largo de mil palabras más o menos; luego había una escena romántica entre la hija y el hombre mayor en una terraza bañada por la luz de la luna, con diálogo directo, y era totalmente inverosímil que el padre estuviera allí. Tampoco el autor anunciaba que se iba a inventar la conversación, pero ya estaba a la mitad de la escena cuando me percaté de ello. Son cosas de la ficción popular.
¿Por qué hay que preocuparse por el punto de vista? Bien podríamos hacer que en el próximo relato el narrador fuera una escupidera colocada en un rincón. Con todo, como soy escritora, la solución del problema del punto de vista en este relato acabó por impresionarme y volví atrás para ver cómo se las había arreglado el autor. De ninguna manera: sencillamente había empezado a escribir la escena de la terraza bañada por la luz de la luna. El resultado es ameno —especialmente si tienes que interrumpir la lectura para remover la sopa—, pero, hablando emocionalmente, la ruptura, la inexplicable e imperdonable ruptura del punto de vista debilitaba la narración. Era una libertad que sobrepasaba lo que le está permitido a un escritor. Era, de hecho, una deformación horrible de un relato corto. Desde luego, la escena de la terraza fue escrita para vender el relato, porque lo que desea la mayoría de la gente es ver a los dos protagonistas románticos en acción, en lugar de leer el análisis que hace un padre de todo ello. Y el padre nos hubiera caído muy mal si hubiese reconocido francamente: «Suelo escuchar a escondidas y aquella noche me oculté en un jarrón grande que había en la terraza y...».

«Sentir» una historia emocionalmente
Un serio estancamiento después de treinta o cuarenta páginas, y un auténtico hastío de todo el proyecto, puede ser el resultado de que el escritor no se identifique con la persona a través de cuyos ojos y emociones intenta contar la narración. Los escritores con experiencia aprenden a reconocer el fenómeno en seguida, en la primera o la segunda página, y con frecuencia se percatan de ello mientras están pensando —es decir, tratando de sentir el relato emocionalmente—, antes de ponerse a escribir. Hace varios años tuve uno de estos problemas con un relato corto acerca de una mujer de cuarenta y cinco años, residente en Munich, que se hospeda en una estación de invierno en Austria con el propósito de suicidarse al cabo de unos días. Pero, lejos de estar melancólica, hay en ella una alegría, un aire de felicidad plácida, que la hace atractiva a los ojos de los demás huéspedes del hotel, hombres y mujeres, jóvenes y viejos. La mujer está en paz consigo misma, con los acontecimientos de su vida, y aunque siempre le ha gustado la gente, ya no la necesita: éste es el tema de la narración. Por esto la gente se siente atraída hacia ella, porque presiente que ella no les pide nada, emocionalmente hablando.
Bien. Escribí dos principios para este cuento, uno de seis páginas y otro de doce. Ninguno de los dos daba sensación de autenticidad. La prosa resultaba forzada, estudiada, sin el menor soplo vital y, sobre todo, yo deseaba transmitir una sensación de vida y de amor a la vida, incluso en la mujer que se proponía abandonarla. Le dije a una amiga que estaba muy disgustada conmigo misma porque me sentía incapaz de escribir esta historia cuyo tema era tan prometedor. Me deprimía pensando que el tema, aunque se me hubiera ocurrido a mí, era demasiado bueno para una escritora como yo. Henry James y Thomas Mann lo hubieran escrito fácilmente, pero yo no. «Estoy pensando en escribirla desde el punto de vista de alguien que está en el hotel y que la observa», dije, aunque ello no me inspiró mucha esperanza. Entonces mi amiga, que no es escritora, me sugirió que probase a escribirla desde el punto de vista del autor omnisciente.
Al menos era una idea. La palabra «omnisciente» me sugería objetividad. El autor sabelotodo observa el asunto como si estuviera algo distanciado. Probé a escribir la historia otra vez, imaginándome «a distancia» aunque, de hecho, seguía escribiendo a través de los ojos de mi heroína. La palabra «omnisciente» era lo único que me había ayudado. Ya no tenía que pensar que me encontraba dentro del personaje principal, una mujer que se encuentra al borde mismo del suicidio. Yo nunca he estado al borde del suicidio, ni siquiera en sus proximidades, y no me cabe la menor duda de que esto era un inconveniente. Imaginarme la renuncia al mundo, que es lo que significa el suicidio, iba a resultar una tarea colosal que requeriría mucho tiempo y muchos esfuerzos si quería que saliese bien. Así que opté por la salida fácil: no expliqué el estado de ánimo de la mujer. (Nunca pidas disculpas, nunca des explicaciones, dijo un diplomático inglés, y un escritor francés, Baudelaire, dijo que las únicas partes buenas de un libro son las explicaciones que se han omitido en él.) Me limité a decir que el marido y el hijo de la mujer estaban vivos, que eran muy distintos de ella y que llevaban unos cuantos años distanciados.

Es inevitable que en las primeras obras de un escritor la elección del punto de vista esté dominada por su personalidad, por la clase de vida que ha llevado, por cómo y dónde se educó, por los detalles personales de su vida. Obviamente, es mejor que el escritor elija primero el punto de vista de personajes que emocionalmente se parezcan a él. Cuando haya practicado el arte de imaginar, el escritor puede atreverse a meterse en la personalidad de muchos tipos de personas distintas a él: agricultor, chica joven, niño, marino o casi cualquier persona totalmente distinta de él. Al igual que Paul Gallico en su libro The silent miaow, las confesiones personales de un gato, uno incluso puede llegar a introducirse en la personalidad de un animal.
De un modo u otro, muchas dificultades están en la mente del escritor más que en el papel. Empieza a escribir más despacio o deja de hacerlo sin saber exactamente qué es lo que va mal. Con frecuencia tiene una sensación vaga de inseguridad, de estar perdiendo el tino, de que el relato ya no es bueno ni convincente. Esta sensación la tuve brevemente cuando escribía Crímenes imaginarios y llegó el momento en que la esposa, Alicia, se siente trastornada hasta el punto de arrojarse por el acantilado. El problema radica en que no había dejado bien sentado, con la suficiente antelación en el libro, que Alicia pertenecía al tipo de persona que puede derrumbarse a causa de las tensiones. Finalmente se arroja al vacío, pero tuve que trabajar en páginas anteriores para que esto fuese lógico. Éste es un ejemplo sencillo de este tipo de estancamiento, pero es también el que se sufre con más frecuencia, de una forma u otra: el escritor no ha puesto los cimientos para lo que debe suceder cuando el relato esté más avanzado.
Utilizar los sentidos
Un ambiente poco cuidado difícilmente puede decirse que sea una dificultad, pero puede darle al escritor la sensación de caminar sobre hielo quebradizo a medida que va avanzando, sin que sepa por qué. No se me ocurre ninguna fórmula para crear ambiente, pero, dado que éste penetra en nosotros por uno de los cinco sentidos, o por todos ellos, o también por un sexto sentido, conviene utilizarlos todos. El olor de una casa, el color general de una habitación: verde oliva, marrón mustio o un alegre amarillo. Y los sonidos: el de una lata vacía que el viento hace rodar por la calle, el de un inválido que tose en otra habitación, el olor a una mezcla de medicamentos, a menudo dominado por el alcanfor, que se nota en muchas habitaciones de viejos. O, en una finca campestre donde nada parece estar mal o ser amenazador, a veces, sin saber por qué, se tiene la impresión de que los árboles caerán sobre la casa y la demolerán. [...]
Otras profesiones
Los escritores deberían aprovechar todas las oportunidades de aprender cosas sobre las profesiones de otras personas, ver cómo son sus cuartos de trabajo, oír de qué hablan. Variar la profesión de sus personajes es una de las tareas más difíciles con que se enfrenta un escritor cuando ya ha escrito tres o cuatro libros, cuando ya ha utilizado las pocas profesiones sobre las que sabe algo. No son muchos los escritores que, una vez se dedican de lleno a esta profesión, tienen la oportunidad de aprender cosas sobre otros tipos de trabajo. En una ciudad pequeña, de esas donde todo el mundo se conoce, la cosa puede resultar más fácil. Puede que el carpintero permita al escritor que le acompañe a hacer algún encargo. Un amigo abogado tal vez le dejará estar presente algún día en su despacho y tomar notas. Una vez tuve un empleo durante la temporada alta de Navidad en unos grandes almacenes de Manhattan. Era un escenario caótico, lleno de detalles, sonidos, gente, con un ritmo nuevo —bastante frenético— y un manantial inagotable de pequeños dramas que una podía observar en los clientes, los compañeros y los directivos, que eran muy engreídos. De este escenario nuevo para mí saqué gran provecho en mis obras. El escritor debe observar bien todos los nuevos escenarios que se le presenten, tomar notas y sacar partido de ellos. Lo mismo cabe decir de los pueblos, ciudades y países nuevos. O incluso de calles que nunca había visto antes: una calle miserable en alguna parte, llena de cubos de basura, chiquillos, perros vagabundos, es tan fértil para la imaginación como una puesta de sol en Sunion, donde Byron grabó su nombre en una de las columnas de mármol del templo de Apolo. [...]
Lo primero que hay que hacer antes de empezar el segundo borrador es leerse el primero de cabo a rabo, como si uno fuera un lector y nunca hubiese visto el libro. Esto no es del todo posible, pero hay que procurar hacerlo lo mejor que se pueda. Es preferible no entretenerse tratando de mejorar un adjetivo o un verbo y seguir leyendo rápidamente para hacerse una idea del ritmo del relato, para sentir dónde pierde fuerza, dónde hay una especie de vacío emocional en uno o varios personajes. Los defectos de este tipo, cuando los encuentras, te golpean con tanta fuerza —como una crítica pronunciada en voz alta que te hace estremecer—, que generalmente no es necesario tomar nota, aunque nada malo hay en ello, siempre y cuando las notas no sean demasiado largas y no entretengan demasiado. A veces basta con anotar el número de la página. Si durante esta primera lectura alguna frase parece innecesaria o redundante, hay que tacharla en seguida, ya que, de no hacerlo entonces, habrá que tacharla más adelante. Tachar una frase con un lápiz de color se hace en un momento y proporciona la apropiada actitud desdeñosa ante la propia prosa, que no debe considerarse sagrada.
«Un poco más de detalle en retrospección merienda campestre página 66» es el tipo de nota que podría resultar útil, ya que ésta es la clase de cosa que podría olvidarse y pasarse por alto en una segunda lectura. Sobre todo, hay que ver la impresión general que causa el libro tal como está en ese momento. ¿Es el héroe demasiado gazmoño, duro, sin humor, egoísta? ¿Es admirable, si es que tiene que serlo? ¿El lector acaba preocupándose por él?

Simpatía y preocupación
Debes ser sincero al responder a la última pregunta. Preocuparse no es lo mismo que simpatizar con el héroe. Preocuparse por si queda impune o es atrapado por la justicia es interesarse por él, a favor o en contra. Hace falta habilidad para conseguir que el lector se preocupe por los personajes. Para ello, es necesario que primero sea el escritor quien se preocupe. A eso se refiere esa palabra altisonante: «integridad». Puede que a los buenos plumíferos les importe un pepino, pero, pese a ello, gracias a sus hábiles métodos dan la impresión de que sí les importa y, además, convencen al lector de que lo mismo le ocurre a él. Preocuparse por un personaje, sea el héroe o el malo, requiere tiempo y también una especie de afecto o, mejor dicho, el afecto requiere tiempo y también conocimiento, para lo cual se necesita tiempo, cosa que los plumíferos no tienen.
De vez en cuando es conveniente pensar en el arte del pintor. Si un pintor está haciendo un retrato, un retrato que debe ser bueno, no se limitará a dibujar rápidamente un óvalo para la cabeza, trazar luego dos puntos a guisa de ojos y así sucesivamente. Observará en qué se diferencian los ojos del modelo de los de otras personas y también se tomará la molestia de elegir cinco o seis colores de la paleta para pintar el cabello y la carne: blanco, verde, rojo, marrón y amarillo. El escritor debe poner el mismo cuidado al describir el rostro y el aspecto de sus principales personajes, pero debe hacerlo brevemente (lo cual es más difícil que detalladamente), tan brevemente como le sea posible y, pese a ello, de manera que el lector no lo olvide.
Soy consciente de que algunos escritores opinan de otro modo y les trae sin cuidado el color del cabello de sus personajes, porque es un detalle que a ellos no les interesa. A algunos les basta con decir, por ejemplo, que un hombre es de estatura mediana y tiene el pelo negro. Lo único que hago es decir cómo prefiero escribir yo. De hecho, hace poco leí una crítica que se deshacía en elogios de un libro de suspense en el que no se decía nada sobre el aspecto y los antecedentes de los personajes. Lo que éstos eran quedaba totalmente de manifiesto por medio de la acción. A los pocos días leí otra crítica del mismo libro que no le dedicaba ningún elogio, sino que insistía en que la gente era distinta, la gente tenía antecedentes, y que no era posible escribir un buen libro si se omitían estos detalles. Así son estas cosas.

Pulir con provecho
Cuando termino de leer el primer borrador de un manuscrito, puede que tenga una lista de cinco cosas que deben corregirse —una torpeza de estilo, una parte demasiado corta, una falta de énfasis en determinado lugar— y una lista mental de cosas como «aburridísimo cuando va a visitar a su anciana tía». Doy por sentado que ser aburrido en una parte del libro es una falta tan grave que no se me olvidará. A menos que me sienta emocionalmente agotada por ese día —y leer los propios manuscritos puede surtir este efecto—, tengo que encararme ante todo con el problema más grande. Una vez resuelto éste, empiezo a sentirme mejor. No obstante, a veces se tardan días en resolver los problemas grandes, especialmente si hay que buscar una idea nueva. Durante este período hay que volver a pasar a máquina muchas cosas. Si una página mía acaba llena de palabras cambiadas, frases añadidas, etcétera, la vuelvo a pasar a máquina para que quede pulcra. Aunque para mí siga siendo legible, probablemente soy la única persona en el mundo capaz de leerla, y eso no sin cierta dificultad.
No me duele el tiempo que dedico a mecanografiar de nuevo las páginas llenas de correcciones. Mientras lo hago voy creando mi segundo borrador y al mismo tiempo voy puliendo constantemente, mejorando alguna palabra que dejé tal como estaba cuando corregí el primer borrador con la pluma. El escritor puede corregir con provecho hasta el último momento antes de entregar el manuscrito a la editorial. Y, si se lo aceptan, todavía puede corregir con provecho hasta que el manuscrito pasa a la imprenta. Los poetas siempre están puliendo —he oído que algunos pulen la página impresa— y son los escritores que más se preocupan por las palabras.
Debes tener muy presente la claridad en todo momento. Además, es la mejor guía para conseguir un buen estilo. Es de vital importancia en un libro de suspense. Las frases poco claras deben corregirse cuando se lee el primer borrador, y si se tarda demasiado en hacerlo, conviene escribir «poco claro» en el margen y corregir más adelante.
Con frecuencia compruebo que es posible cortar una o dos frases al final de un capítulo, frases que quizás escribí con gran esfuerzo porque me pareció que eran necesarias para redondear el capítulo. Un ejemplo de esto sería: «Y salió desconsoladamente de la casa. Ahora ya sabía lo que quería saber.» Si el lector ha leído el capítulo, ya sabe que el personaje ha averiguado lo que deseaba. Además, es de suponer que el personaje sabe salir de la casa y que saldrá, antes o después, suponiendo que no viva en ella y que tenga un hogar al que pueda ir. [...]
[Highsmith resume el argumento de un libro acerca de una prisión, donde los presos cuidan, en secreto, a un perro. La existencia del perro es descubierta por los guardias] Dos días después estalla un motín, no exactamente a causa del perro, sino a causa de las malas condiciones en general: la confiscación del perro sólo ha servido para precipitar el estallido. Durante el motín, Max, el único compañero de Carter, es muerto estúpidamente. El hecho aumenta la amargura de Carter, que durante los cuatro años de condena que le quedan por cumplir no conoce a nadie más con quien desee trabar amistad. Este, pues, era el propósito del perro. [...]

Ernesto Sábato

"[...] la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro nacimiento, nuestro carácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo los creadores pueden apostar otra vez, al menos en el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser locos o suicidas o criminales en la existencia que les tocó, al menos lo son en esos intensos simulacros."

Césare Pavese

"Haber escrito algo que te deja como un fusil disparado, que aún se sacude y humea, haberte vaciado por entero de ti mismo, pues no sólo has descargado lo que sabes de ti mismo sino también lo que sospechas y supones, así como tus estremecimientos, tus fantasmas, tu vida inconsciente; y haberlo hecho con sostenida fatiga y tensión, con constante cautela, temblores, repentinos descubrimientos y fracasos, haberlo hecho de modo que toda la vida se concentrara en ese punto dado, y advertir que todo ello es como si no existiera si no lo acoge y le da calor un signo humano, una palabra, una presencia y morir de frío, hablar en el desierto, estar solo noche y día como un muerto."

Marguerite Duras

  • La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo.
  • Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho.
  • Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado. Un libro abierto también es la noche.
  • Escribir a pesar de todo pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.
  • Todo escribe a nuestro alrededor, eso es lo que hay que llegar a percibir; todo escribe.
  • Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos –sólo lo sabemos después; antes, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos, pero también es la más habitual—.
  • La escritura: la escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida; nada excepto eso, la vida.
Fragmentos de Escribir, Ed. Tusquets, España, 2000.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Recorrido 'Maiz para las Palomas' (Javi)

¿Por qué creés que Kordon habrá elegido este título para su relato?

Creo que esa media bolsa de maíz diferencia los dos mundos en los que viven cada uno de los chiquillos del cuento. El mundo de la carencia frente al de la abundancia, el de la vergüenza y los latigazos, frente al del la inocencia y el pato al horno.


Fijate en la oración que dice: «Además jamás relacioné cabalmente mi amor a los animales con los olorosos pollos que mi madre sacaba del horno de leña.» En el resto del texto aparecen, explícitas o implícitas otras paradojas. ¿Descubrís alguna? Si es así, ¿qué creés que aportan al texto?

La mayor paradoja que me parece que encierra este relato es el personaje del “lecherito”. Es un niño que juega a ser un hombre, pero que lo hace inevitablemente desde la visión de un niño. Mientras dice que “lavar tarros es trabajo de hombre”, no deja de fijarse en su compañero jugando al aro: “lo manejás bien”; una inocente declaración de un niño al que mantienen alejado de su infancia. Otra paradoja que atraviesa el cuento puede ser la que encierran las palomas: se compara el amor que siente el protagonista por esos pájaros, con la ‘peculiar’ admiración que en casa del “lecherito” se muestra por aquellas. El autor espera a una de las últimas frases del cuento —“alcancé a ver en el corredor de las habitaciones un par de palomas colgando de las patas”— para dejar una leve sentencia (quizá demasiado leve) que apuntille el cuento y lo transforme, de cuento infantil en testimonio sobre la supervivencia en la ciudad.

Contrasta la extrema sutileza que deja escurrir, frase aquí y frase allá, una miseria gris sobre el cuento; mientras que otras veces, en cambio, se explicita demasiado lo que ya estaba a flote. Con todos mis respetos a Kordon, alguna expresión se me hace sorprendentemente prescindible: “el dicho popular se imponía en el entendimiento como un rotundo gesto procaz” (página 1). En la página 3 se habla de la relación del protagonista con las aves, un momento del relato que se me hace confuso al mezclar el protagonismo de las palomas en casa del “lecherito” con el maltrato que reciben en casa del protagonista. En general, la historia resuena, pero al principio sólo se oye de lejos.

Consigna, Rosa

Atardecía cuando por fin llegó, y

descubrió que su mujer no estaba. Tal y como preveía, no dejó ninguna nota. Isabel podía ser muy terca si se lo proponía, y en los dos últimos meses se había propuesto ponérselo difícil. Más difícil.

(Resto del texto suprimido para la lectura pública para respetar derechos de autor)

Celsa, Consigna: Continuar una frase

Atardecía cuando por fin llegó, y allí arriba estaba ella, en la ventana, con medio cuerpo volcado a la calle y los pechos aplastados sobre el alfeizar. La tía Roberta giraba la cabeza a izquierda y derecha con el ceño fruncido, controlando su llegada como si aguardara a un marido calavera. Ismael contuvo la respiración, se pegó a la pared y, con la cara de perfil y los glúteos contraídos, avanzó bajo la ventana arrastrando manos y pies como una lagartija. Cuando alcanzó el portal respiró hondo y notó en la boca el sabor a polvo y cemento de la fachada. Dejó a su derecha el ascensor y subió a zancadas los tres pisos. Frente a la puerta, se descalzó, abrió sin hacer ruido y camino de puntillas. Los calcetines de lana sobre la tarima abrillantada convirtieron el pasillo en una pista de patinaje que le obligaron a deslizarse haciendo equilibrios. Antes de traspasar el umbral de su cuarto, se asomó con sigilo al salón. Su tía seguía allí, vigilando colgada de la ventana. Ismael sonrió al contemplar las generosas caderas al final de aquel tronco sin cabeza.

(Continuará...?

viernes, 19 de febrero de 2010

Inicio de una historia, para quien la quiera [continuar]:

Atardecía cuando por fin llegó, y

 

(Continuarla en un comentario, si apetece) 

Esto está poniéndose bueno...

porque parece que ya se van animando. Animándose, en las autobiografías, a una sinceridad muy literaria (precisamente la que aquí nos interesa); animándose a dejar comentarios en los textos ajenos, a permitir que se entremezclen con los propios e incluso a tomar el del compañero y, de ese, producir uno nuevo.
Quizás haya que esperar un pelín más para que esta "entrada en calor" encienda la chispa de la segunda consigna; por mi parte, seguiré poniéndole alguna ficha encima.
Recuerden: no se esfuercen por responder (aunque quien desee hacerlo no tiene por qué privarse, como hizo Rosa); empiecen por formular las preguntas. Y éstas, cuanto más simples, mejor. Si les apetece, pueden agregar, en los comentarios a esta entrada, alguna/s idea/s (por ejemplo, alguna relación de similitud: "el chocolate es parecido al barro. Podría haberse originado así"; alguna de oposición: "Al principio, las orejas de los conejos eran cortas. Les pasó algo que se las alargó.", etc.) que son las que podrían fundar cada mito.
Aquí recojo, al final, algunas de las preguntas que dejé la semana pasada y las que agregó Celsa —por cierto, hay un par de las de ella, las más sencillas, que me parecen bien interesantes—.
Pero permítanme antes una reflexión.
Cuando jugamos, lo hacemos sin garantías. Sin ninguna garantía: ni de que venceremos al contrario, ni de que conseguiremos armar el rompecabezas hasta la pieza final, ni de que no nos cansaremos antes de terminar de encolar el avión de madera balsa. Ni siquiera podemos estar seguros de que nos la pasaremos bien.  
Antes de empezar, nadie nos firma nada: jugar implica resignarse a no pedir garantías.


Muchos autores han analizado la relación entre el juego y el arte —recomiendo, para quien le apetezca, la lectura de Realidad y juego, del psicoanalista Donald Winnicott (1982, Barcelona: Editorial Gedisa), quien postula que el arte surge del mismo espacio que el jugar—.

Al crear, también faltan garantías. Tal vez demos con aquella palabra que venimos buscando hace rato y tal vez no; quizás disfrutemos de la búsqueda, o la bronca porque no la cosa no sale será mayor que el poquito de placer. Puede que, al terminar de barnizar el avión, nos demos cuenta de que nos quedó chungo... o corramos a mostrárselo a papá. Frente a una hoja en blanco, nunca habrá seguridades, y esa es la única constante.

El germen de una idea, un folio aún vacío, una consigna del taller son piscinas. Jamás sabremos, antes de lanzarnos, si ahí abajo encontraremos agua. 

Ya que no podemos cambiar esto, nos quedan dos opciones: optar por una actividad menos incierta que la escritura (cada capítulo de "House", aún antes de encender la tele, promete una determinada inversión y un determinado monto de disfrute, y no hay letra pequeña). Eso, o convencer a Eldeadentro de que ninguna caída mala es capaz de dejar tetrapéjica a nuestra autoestima.
 
Aquí va la lista:

¿Por qué los conejos tienen las orejas largas?
¿Cómo se originó el chocolate?
¿Cómo nació la primera palabra?
¿Por qué el cristal es transparente?
¿Por qué los humanos fabrican las neveras con angulos rectos cuando la naturaleza "fabrica" todos sus productos redondeados?
¿Por qué la alubia tiene forma de montera torera?
¿Por qué el plátano es curvo?
¿Por qué las peras son anchas de cadera?
¿Por qué es salado el mar?
¿Cómo se formó la arena?
¿De dónde sale al lluvia?
¿Por qué los caracoles no tienen orejas? (o patas, o cejas, o cuello...)

El escritor y la frustración

«Decía Ángel Zapata que un escritor tenía que aprender a convivir con su frustración. A todos los escritores les gustaría escribir mucho mejor de lo que lo hacen, y crear mundos mucho más completos de los que crean, y expresar muchas más cosas de las que expresan. Si dejas que la frustración te amargue, serás un mal escritor amargado. Si convives con esa frustración, la aceptas y la vuelves a tu favor, para que te ayude a avanzar, entonces tendrás más posibilidades de ser un buen escritor y sentirte a gusto contigo mismo.»




Comentario de Isabel Cañelles en el antiguo foro de la Escuela de Escritores

La conciencia del oficio

 

¡Guardaos de hablar de dones naturales, de talentos innatos! Podemos citar hombres grandes de todo género que fueron poco dotados. Pero adquirieron la grandeza, se convirtieron en "genios" (como se dice) por cualidades que no nos gusta reconocer que carecemos de ellas: todos ellos tuvieron esa robusta conciencia de artesanos, que comienzan por aprender a formar perfectamente las partes antes de arriesgarse a hacer un todo grandioso; se tomaron tiempo para ello, porque les gustaba más el buen resultado del detalle, de lo accesorio, que el efecto de un conjunto deslumbrador. La receta, por ejemplo, para que un hombre llegue a ser un buen novelista es fácil de dar, pero la ejecución supone cualidades que se pierden de vista cuando se dice: “No tengo bastante talento.”
Hagamos mil y más proyectos de novelas, que no rebasen de dos páginas, pero escritas con tal propiedad que toda palabra sea necesaria; escribamos cada día anécdotas, hasta que se aprenda a hallar la forma más plena, más eficaz; seamos infatigables en recoger y pintar tipos y caracteres humanos; relatemos ante todo, tan a menudo como sea posible y escuchemos los relatos con oído atento para percibir el efecto producido en los demás oyentes; viajemos como un paisajista y un pintor de costumbres; extraigamos para nuestro uso de cada ciencia aquello que, bien expuesto, produce efectos artísticos; reflexionemos, en fin, sobre los motivos de las acciones humanas, no desdeñemos indicación alguna que pueda instruirnos y coleccionemos cosas semejantes día y noche. Pasemos en este múltiple ejercicio unos diez años; pero entonces lo que se cree en el taller podrá salir a la luz pública. ¿Qué hace, por el contrario, la mayoría? No comienzan por la parte, sino por el todo. Tal vez den alguna vez en el clavo, llamarán la atención, y desde entonces darán cada vez más en herradura, por razones muy naturales. A veces, cuando la inteligencia y el carácter faltan para formar este plan de vida artística, el destino y la necesidad son los que ocupan su lugar y conducen paso a paso al futuro maestro a través de todas las exigencias de su oficio.

Friedrich Nietzsche (1844-1900), Humano, demasiado humano (1878).

¿Se puede enseñar a escribir ficción?

Artículo aparecido en LA NACION * 19/03/2008
Por Adriana Schettini

A partir de la década de 1960, los talleres literarios empezaron a proliferar en la Argentina. Como en las universidades no se dictaba escritura creativa, algunos escritores tuvieron la idea de dar clases en sus casas o en institutos. Buscaban transmitir su experiencia a quienes tenían la vocación de narrar y carecían de recursos técnicos para ello. Los referentes de esta actividad señalan los límites de su trabajo. Pueden adiestrar a los alumnos en el empleo de ciertos trucos, pero no insuflan talento donde no lo hay. En cambio, afinan la calidad de lectura de sus discípulos y los guían en la corrección de los textos, la tarea más difícil para un autor.

La pedagogía mueve el mundo. La mecánica es simple: el dueño de un saber se lo transmite a otro que a su turno le entregará el tesoro, corregido y aumentado, a un tercero, en la certeza de que oportunamente éste hará lo propio con el siguiente interesado en sumarse a la cadena de la enseñanza y el aprendizaje. Esa suerte de carrera de posta se ha largado en la noche de los tiempos y no terminará ni un segundo antes del Apocalipsis. Es gracias a ese eterno maratón como progresan las ciencias y las artes. ¿Es posible enseñar? La pregunta sólo podría ser formulada por un devoto de las respuestas obvias.

¿Es posible enseñar a escribir? Basta agregar esas dos palabras al interrogante inicial para que la contestación deje de ser un sí monolítico e incondicional. En su lugar, aparece la delimitación de los territorios. Nadie niega la posibilidad de enseñar a escribir textos periodísticos, artículos académicos o ensayos. Pero la mayoría pone en tela de juicio que exista una pedagogía capaz de convertir a un individuo con buen manejo del idioma en un escritor de cuentos o novelas. Indiscutida en otras disciplinas, la dupla maestro-discípulo es zarandeada con vehemencia en el terreno de la narrativa.

La discusión viene de lejos y nunca fue saldada. A William Faulkner, por ejemplo, la sola mención del tema le encendía la ira: "Que el escritor se dedique a la cirugía o a la albañilería si está interesado en la técnica –le respondió a Jean Stein cuando lo entrevistó, en 1956–. No hay ninguna manera mecánica de escribir, no hay atajos. El escritor joven que siga la buena teoría es un tonto. Hay que aprender de los propios errores: las personas sólo aprenden por el error. El buen artista cree que no hay nadie suficientemente bueno para darle consejo. Su vanidad es suprema. Por más que admire al escritor más viejo, quiere superarlo".

Pero a diferencia del ganador del Premio Nobel de Literatura, en 1949, que no reconocía otro modo de aprendizaje que desplegar las alas de la suprema vanidad y largarse a volar, aun a riesgo de estrellarse una y otra vez contra la propia torpeza, Raymond Carver sometió su talento al rigor pedagógico del novelista John Gardner, su maestro en la Universidad de Chico, California. Y además, le quedó agradecido: "[Gardner] Me hacía una crítica concienzuda, línea por línea, y me explicaba los porqués de que algo tuviera que ser de tal forma y no de otra; y me prestó una ayuda inapreciable en mi desarrollo como escritor", contó el autor de Catedral en el prólogo al libro de su maestro, Para ser novelista.

En los Estados Unidos, la universidad de Iowa fue la primera en organizar cursos de "Creación literaria", a principios del siglo XX. La iniciativa hizo escuela: en la actualidad, "Escritura Creativa" está presente en los claustros universitarios estadounidenses. No es así en la Argentina donde, no obstante, los talleres literarios crecieron y se multiplicaron tanto que la oferta es hoy menor a la demanda. La lógica lleva a suponer que los escritores que dictan clases o talleres lo hacen en el convencimiento de que es posible enseñar a escribir. Sin embargo, la lógica y la narrativa a veces se repelen. Antes que un mundo razonable la literatura es una usina de paradojas. Para muestra, los dichos de dos grandes autores: el británico de origen paquistaní Hanif Kureishi y el argentino Abelardo Castillo.

"Los cursos, sobre todo cuando se llaman de escritura creativa, son los nuevos hospitales psiquiátricos", declaró Kureishi a The Guardian. Aunque virulenta, su afirmación no debería ser la piedra de ningún escándalo: al fin y al cabo, el autor de Mi oído en su corazón no hizo más que considerar locos a los que Faulkner ya había llamado tontos. Pero la diferencia entre ambas apreciaciones se vuelve abismo cuando se considera que Faulkner se abstenía de dar clases, mientras que Kureishi es profesor asociado en un curso de escritura creativa de Kingston University. Para colmo de la provocación, Kureishi agregó: "Una de las primeras cosas que uno advierte es que cuando pone la televisión y se entera de que un estudiante se ha vuelto loco y ha matado gente con una ametralladora en un campus de los Estados Unidos, siempre se trata de un alumno que asiste a esos cursos".

Puesto a opinar sobre sus propios alumnos, aceptó que cuando terminan el curso son "mejores" pero también "más desdichados", porque "tienen la fantasía de que todos los estudiantes llegarán a ser escritores famosos, y nadie puede convencerlos de lo contrario. Yo siempre les pongo la misma nota: 71 sobre 100 –confesó–. Y además, el profesor tiene que escribir un informe sobre cada uno. Yo siempre digo que se comportan bien y asisten a clase correctamente vestidos. ¿Cómo podría ponerles una nota en escritura creativa? "

En la Argentina, los talleres literarios se convirtieron en un boom en la segunda mitad de la década del 70, cuando al público amante de la buena lectura e interesado en aprender a escribir de la mano de los grandes maestros se sumaron los jóvenes con inquietudes políticas que, a causa de la dictadura, ya no podían discutir sus textos en los bares. Algunos tomaron la práctica de los talleres como una forma de resistencia cultural; otros, como una actividad puramente literaria. Pero para ese entonces, la enseñanza de la narrativa en grupos reducidos ya tenía antecedentes exitosos. Isidoro Blaisten, en Anticonferencias, recuerda:

"[...] este asunto de los talleres literarios no es tan nuevo como se cree. Habría que remontarse al año 1965. No sé por qué incierto destino yo di clases en un instituto de Técnica Literaria, en una casona de la valle Viamonte al dos mil seiscientos, Viamonte y Pueyrredón más o menos. [...] Lo dirigía el doctor Rodolfo Carcavallo, que es poeta y entomólogo, y fue el primer intento de taller literario que se hizo en el país. Venían señoras gordas y chicos con talento. Las señoras gordas eran insoportables y debían ser echadas. Los chicos con talento no tenían un peso y había que becarlos. [...] En ese instituto dieron clases Sábato, Borges, Marechal, Ulyses Petit de Murat, Conrado Nalé Roxlo, Bernardo Kordon, Agustín Cuzzani, Dalmiro Sáenz, Abelardo Arias, Abelardo Castillo, Marta Lynch, Humberto Constantini, Haroldo Conti, Carlos Mastronardi y yo."

Además, estaban los talleres que tenían como sede la casa de un escritor, alrededor del cual se agrupaban los alumnos. En 1968, por caso, a raíz de un aviso publicado en La Nación, Inés Malinow recibió doscientos llamados de personas interesadas en su taller literario y más de la mitad optó por inscribirse. Ella daba clase en su departamento. Un taller de mucho prestigio era el de Félix della Paolera. Entre sus discípulos estaba Hugo Correa Luna. En 1973, surgió Grafein, que proponía una nueva manera de generar y comentar textos, basada en técnicas lúdicas. Se daban consignas y después se trabajaba sobre los resultados. En España, se publicó Grafein. Teoría y práctica de un taller de escritura (Altalena), que incluía reflexiones teóricas, ejercicios y ejemplos. Había, evidentemente, un público para la enseñanza y los cursos proliferaron.

Abelardo Castillo, a pedido de un grupo que quería estudiar con él, abrió su primer taller mientras dirigía la prestigiosa revista El escarabajo de oro. "Miren que los talleres no sirven para nada", así recibe desde entonces a los que quieren estudiar con él. De los talleres de Castillo han surgido autores cuyas obras desmienten la advertencia del maestro: Juan Forn, Inés Fernández Moreno, Paola Kaufmann, Susana Silvestre, y siguen las firmas. "Yo no formé a toda esa gente; ellos ya eran escritores –retruca Castillo–. En la selección entre los aspirantes, sólo me quedo con los que siento que potencialmente son escritores. Y los trato como pares, tanto que suelo someter mis propios textos a la discusión del taller".

–¿Por qué dice que el taller literario no sirve?

–Porque el taller literario es un invento nacional que aparece en los años 70 por una razón política e histórica y no por una razón literaria –responde el autor de El que tiene sed–. Con la dictadura, desaparecen las revistas literarias y son reemplazadas por los talleres. Han venido de España a preguntarme cómo doy mis talleres. Les dije que no hay ningún misterio, que esto es una reunión de escritores que leen sus textos y se critican entre ellos. El taller literario tomado estrictamente como un método de enseñanza es muy dudoso, porque no nació como un fenómeno cultural, educativo o pedagógico sino como un fenómeno histórico. Mi taller lo dan los alumnos, funciona como una gestalt. Yo lo único que hago es enseñarles, tal vez, a leer. Si de mis talleres de cuentos sale un escritor es porque ya era escritor cuando llegó.

–Si los talleres no convierten a nadie en escritor, ¿por qué tienen cada vez más inscriptos?

–No lo sé. Pero hay un crecimiento real y notorio de la literatura argentina que está basado en los talleres. En lo personal, busco que sólo vengan los que son escritores en potencia.

–¿Cómo los identifica?

–Porque siento que para ellos la literatura es esencial, que no es adjetiva, que no es aleatoria. Si no escriben (y no por grafomanía sino por necesidad literaria), no resuelven su problema con el mundo. Necesitan contar algo y tienen algo para contar. Necesitan decir algo y el único instrumento que tienen para hacerlo es la palabra. A mi taller entran los que yo siento que son autores de ficción, sin importar si son buenos o malos, porque eso no lo garantiza nadie. Hay escritores de raza que no son necesariamente grandes escritores. Hay hombres que viven apasionados por la literatura y, sin embargo, no escriben grandes libros; son mejores lectores que escritores. Es imposible saber quién distribuye el talento en este mundo… Esto se ve muy bien en la película Amadeus: Salieri, el amigo de Mozart, daba la vida por la música, la amaba, le suplicaba a Dios que le permitiera ser músico… Pero el talento lo tenía Mozart, que era un irresponsable. En literatura, pasa lo mismo.

Puesto a descubrir talentos literarios, Abelardo Castillo es un experto. Para muestra, su radical intervención en el destino de Liliana Heker. Ella es hoy una de las grandes narradoras argentinas y en sus talleres se formaron autores de la talla de Silvia Schujer, Ricardo Mariño, Pablo Ramos, Samanta Schweblin y Raúl Brasca, entre otros. Pero en 1959, Heker era una muchacha precoz que mientras cursaba el último año de la escuela secundaria, había dado el examen de ingreso a la Facultad de Ciencias Exactas con el propósito de estudiar Física, carrera que abandonó tras aprobar el cuarto año. Interesada por la escritura desde muy chica, el día que cayó en sus manos un ejemplar de la revista literaria El Grillo de Papel en el que se alentaba a los jóvenes a presentar sus obras, envió un poema junto a una carta de presentación. Le respondió uno de los directores, Abelardo Castillo. La contestación le traía una de cal y otra de arena: el poema estaba rechazado; la carta, en cambio, acababa de convertirse en la llave que le abriría las puertas del mundo literario. "El poema no era nada bueno pero la carta era muy buena –recuerda Castillo–. Le dije que viniera a la revista porque para mí, era una escritora en prosa y no una poeta. Liliana tenía entonces 16 años pero a esa edad, un poeta ya escribe como poeta. Y ella no escribía como Alejandra Pizarnik a la misma edad. Y a esa edad, Alejandra no escribía en prosa como Liliana, que como prosista ya era muy buena."

Con la autoridad que le otorga la experiencia de dirigir talleres desde 1978, Heker sostiene que "no se puede enseñar a escribir pero un escritor aprende su oficio. A partir de cierta predisposición cada escritor hace su búsqueda –amplía la autora de Zona de clivaje–. En ella intervienen factores como la propia experiencia y el vínculo natural que se tiene con el lenguaje. Pero ante todo, un escritor es un enamorado de la lectura, y se va formando con lo que lee. El taller no inventa escritores pero puede contribuir a la formación del que esencialmente ya es escritor.

–¿De qué modo concreto ayuda al escritor un taller?

–Le aporta la mirada de alguien que desde su conocimiento de la creación literaria puede decir qué falla en un texto, por qué una buena idea a veces consigue un cuento malo y por qué de una idea mínima puede salir un buen cuento, por qué el comienzo de un relato es demasiado alargado o demasiado informativo, por qué determinado cuento mejora si se lo narra en tercera persona y no en primera. Las miradas de ciertos otros actúan como los catalizadores en química, es decir, como sustancias mínimas que aceleran procesos que tal vez ocurrirían igual pero llevarían más tiempo. En ese sentido, a veces, los talleres funcionan.

–¿Qué buscan quienes se inscriben en sus talleres?

–A mí no me importa lo que busca la gente. Cuando los entrevisto les digo lo que busco yo: la formación de escritores; es lo único que me interesa. No les pido que traigan textos a la entrevista porque no me preocupa si escriben bien o mal. Creo que todos empezamos haciendo mal todo lo que hacemos, y vamos aprendiendo.

–¿Qué requisitos hay que reunir para ser aceptado en sus talleres?

–Sólo dos condiciones. La primera, que sea un lector; quiero a los enamorados de las novelas, de los cuentos, de la poesía. La segunda, que esté convencido de que la literatura es un trabajo, que si es necesario corregir veinte veces un cuento para que sea lo que uno está buscando, vale la pena. La corrección es una parte fundamental del proceso creador: quien no lo entiende así no puede venir a un taller, porque nadie acude a un taller para deslumbrar a los otros con sus textos sino porque cree que algo está fallando en su escritura y de una manera implícita está aceptando que viene a corregir sus textos. Sé que puedo comunicar mi saber a los otros: lo hago naturalmente y me apasiona. Pero sólo les doy mi saber a quienes son capaces de pelear contra el texto hasta conseguir todo lo que ese texto puede dar.

La máquina de corregir

Uno de los grandes escritores argentinos contemporáneos, Luis Chitarroni, quien además cuenta con una larga carrera de editor, dirigió talleres desde 1986 hasta 2000. Buceando en sus declaraciones sobre la pedagogía y la literatura, aparece un concepto clave: "Creo que es posible enseñar a corregir, no a escribir", dijo el autor de El carapálida.

En la polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de enseñar a escribir, las opiniones se abren como un delta. Pero cuando se alude a la corrección de los textos, todas las aguas desembocan en el mismo río, el de la necesidad. "Lo difícil no es escribir sino corregir, porque no hay profundidad alguna sino infinitas superficies", declaró el portugués António Lobo Antunes, eterno candidato al premio Nobel, finalista para el Príncipe de Asturias y ganador del Premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en el mes de septiembre último.

"Escribir es humano y corregir es divino", afirma Stephen King en Mientras escribo. El novelista que saltó a la fama con Carrie se sincera con el aspirante a escritor: "Si no tienes ganas de trabajar como una mula, será inútil que intentes escribir bien. Confórmate con tu medianía y da gracias de tenerla por cojín. Existe un muso (tradicionalmente las musas eran mujeres, pero el mío es varón), pero no esperes que baje revoloteando y esparza polvos mágicos creativos sobre tu máquina de escribir u ordenador. Vive en el subsuelo. Es un habitante del sótano. Tendrás que bajar a su nivel y, cuando hayas llegado, amueblarle el piso. Digamos que te toca a ti sudar la gota gorda, mientras el muso se queda sentado, fuma, admira las copas que ha ganado en la bolera y finge ignorarte. ¿Te parece justo? Pues a mí sí".

Ganador del Premio Nacional de Literatura 1999-2000 por El buen dolor, Guillermo Saccomano suma su voz al coro que predica la cultura del esfuerzo: "No creo en la iluminación del que se sentó y le salió –apunta–. No salís escritor, el escritor se hace trabajando; el nuestro es un oficio de paciencia. Talento tenemos todos pero la literatura exige disciplina y constancia. Hay que escribir desde las cinco y media de la mañana hasta las once y luego, corregir y leer", aconseja Saccomano, quien reside en la ciudad de Villa Gesell y viaja regularmente a Buenos Aires para dar sus talleres.

Raymond Carver describió en detalle las maratónicas sesiones de reescritura que les imponía John Gardner a él y a sus compañeros en la Universidad de Chico:

"A los escritores de relatos cortos que tenía en clase les exigía que escribieran uno de entre diez y quince páginas de extensión. Y a los que querían escribir novela –creo que habría uno o dos–, un capítulo de unas veinte páginas, junto con un esbozo del resto. Lo malo era que el cuento o el capítulo de la novela podían llegar a revisarse hasta diez veces durante el curso semestral, para que Gardner se quedara satisfecho. Tenía por principio básico que el escritor encontraba lo que quería decir en el continuo proceso de ver lo que había dicho. Y a ver de esta forma, o a ver con mayor claridad, se llegaba por medio de la revisión. Creía en la revisión, la revisión interminable; era algo muy serio para él y que consideraba vital para el escritor en cualquier etapa de su desarrollo como tal. Y nunca perdía la paciencia al releer la narración de un alumno, aunque la hubiera visto en cinco encarnaciones anteriores. […] No sé cómo sería Gardner con sus otros alumnos cuando llegaba el momento de entrevistarse con ellos para comentar lo que habían escrito. Supongo que demostraría un considerable interés con todos. Pero yo tenía y sigo teniendo la impresión de que durante aquel período se tomaba mis relatos con mayor seriedad y ponía al leerlos más atención de la que yo tenía derecho a esperar. Yo no estaba en absoluto preparado para el tipo de crítica que recibía de él. Antes de nuestra entrevista había corregido el relato y tachado oraciones, frases o palabras inaceptables, incluso algo de la puntuación; y me daba a entender que aquellas supresiones no eran negociables. En otros casos encerraba las oraciones, frases o palabras entre paréntesis, y ésos eran los puntos por tratar, esos casos sí eran negociables. Y no vacilaba en añadir algo a lo que yo había escrito, una o varias palabras aquí y allá y quizá hasta una frase que aclaraba lo que yo pretendía decir. Hablábamos de las comas que había en mi historia como si nada en el mundo pudiera importar más en aquel momento; y, en efecto, así era."

La prueba del marciano

"Si no tiene tiempo para leer, no tendrá el tiempo o las herramientas necesarias para escribir", advierte Stephen King. No debe haber escritor en este mundo interesado en discutir esa postura. "Nadie escribe igual después de haber leído a Proust, Tolstoi o Faulkner y de haber desmontado sus textos, de la misma manera que nadie filma igual después de haber mirado una y otra vez las películas de Coppola, Visconti o Pasolini", dice Saccomano, y confiesa que a sus alumnos les recomienda un libro de cabecera: Ser escritor, de Abelardo Castillo.

"Yo enseño a leer, no a escribir –afirma el propio Castillo–. A mis talleres no entra nadie que no tenga muy buenas lecturas o una enorme necesidad de tenerlas. Uno de los problemas de los jóvenes es que no tienen una guía para aprender a leer; no saben qué es lo que deben leer. Lo primero que les pregunto a los que quieren inscribirse en mi taller es qué leyeron cuando pasaban de la infancia a la adolescencia, porque entre todo lo que uno lee a los 10 o 12 años, siempre hay algún libro importante. En esa etapa, siempre leíste a Poe o a Mark Twain, incluso sin saber que es uno de los fundadores de la prosa norteamericana y un gran escritor de lengua inglesa. Después, pregunto qué libros eligieron por sí mismos en la adolescencia. En general, aparecen Borges, Cortázar, Bioy Casares o Sabato. Me fijo mucho si leyeron Tolstoi, Chejov, Flaubert. Los que leyeron a Faulkner, y además les gustó, tienen una enorme tendencia literaria. Al final, les hago la prueba del marciano: viene un marciano a la Tierra, tiene que irse en 15 minutos y te pide que le hagas, de apuro, la lista con los quince o veinte libros que son los fundamentos de la literatura en este planeta. Ahí entran desde La Biblia hasta la Divina Comedia, la Odisea o Crítica de la razón pura. Cuando me dan la lista, les pregunto cuáles leyeron y cuáles no. ¿Por qué no los leíste si sabías que eran fundamentales? Si la respuesta que me dan es acertada, entran a mi taller; si no, no. Una respuesta acertada es ‘Porque recién tengo 20 años’ o ‘Porque tengo 35 años pero trabajé todo el tiempo en el mercado de Abasto para mantener a mi familia’. El que contesta ‘Porque empecé leyendo literatura contemporánea y entonces ese lenguaje…’ suele estar equivocado: no hay como leer a Homero para entender que es más contemporáneo que el 70 por ciento de los escritores argentinos actuales."

Además de la necesidad de corregir los textos con la obsesión de un tábano, John Gardner les inculcó a sus discípulos la pasión por la lectura, según relata Carver en el prólogo a Para ser novelista:

"En clase [Gardner] siempre hacía referencia a escritores cuyos nombres yo no conocía. O si los conocía, no había leído obras suyas. Conrad, Céline, Katherine Anne Porter, Isaac Babel, Walter van Tilburg Clark, Chejov, Hortense Calisher, Curt Harnack, Robert Penn Warren… (Leímos una historia de Warren llamada "Blackberry Winter" que por la razón que fuera a mí no me gustó, y se lo dije a Gardner. "Pues vuélvela a leer", me dijo, y hablaba en serio). William Gass era otro de los que nombraba. [...] Hablaba de Henry James, Flaubert e Isaac Dinesen como si vivieran un poco más abajo siguiendo la carretera, en Yuba City. "Estoy aquí tanto para enseñaros a escribir como para deciros qué leer", decía. Yo salía de clase aturdido y me iba directamente a la biblioteca a buscar libros de los escritores de que hablaba. Los autores que estaban en boga en aquella época eran Hemingway y Faulkner. Pero en total yo había leído como máximo dos o tres libros suyos. De todos modos, eran tan conocidos y se hablaba tanto de ellos que no podían ser tan buenos, ¿no? Recuerdo que Gardner me dijo: "Lee todo el Faulkner que encuentres y luego lee todo lo de Hemingway para limpiar de Faulkner tu manera de escribir".

Cuando se escucha que el consejo compartido es leer a los más grandes de la Historia de la literatura, la cuestión se complica, porque sus obras generan tal admiración que uno queda perplejo. ¿Será posible aprender en estado de absoluto asombro? ¿No será, acaso, más prudente comenzar a aprender leyendo a los correctos, luego a las buenos, más tarde a los muy buenos y reservar la lectura de los geniales antes para el puro goce que para la pedagogía?

"Los escritores que pueden enseñar las pequeñas técnicas o trampas literarias son escritores menores, no los grandes escritores –responde Castillo–. Nadie puede imitar la técnica de Tolstoi, porque él no la tenía; era sencillamente un hombre genial. ¿Cómo se hace para escribir como Dostoievski? Recuerdo que mi encuentro con la literatura fue El lobo estepario, de Hermann Hesse, y que yo quería escribir un libro como ése. Más aún, quería escribir de nuevo El lobo estepario. Eso ocurre cuando uno empieza a escribir. Después, uno comprende que nadie salvo Tolstoi podrá llegar al nivel de Guerra y paz, pero también descubre que uno puede decir sus cosas."

Liliana Heker descarta que el estado de asombro sea un impedimento para el aprendizaje: "Nunca hay que perder esa alegría de leer, ese sentido de la aventura que implica el hecho de leer para deslumbrarse, la sensación de estar sumergido en un libro y no querer salir de él. Ése es el acto primordial de la lectura y lo mejor es no perder ese estado de inocencia. Pero uno también puede aprender a descubrir de qué está hecho eso que a uno lo ha deslumbrado".

–¿Podría dar un ejemplo concreto?

–Sí, la construcción de los diálogos. En general, los principiantes dialogan mal en literatura. Creen que el diálogo es algo prolijo, en el que alguien expone y el otro contesta. Pero la gente no dialoga así, la gente dice lo que no quiere decir, reitera frases, tiene asociaciones libres, a veces niega con los gestos lo que dice con las palabras. En literatura, los personajes dialogan y la historia ocurre debajo del diálogo.

–¿Qué autor recomienda leer para aprender a escribir diálogos?

–Salinger. Lo deslumbrante de sus textos es que debajo de los diálogos que no son explícitos, uno descubre la complejidad de los personajes. "Un día perfecto para el pez banana" es un excelente ejemplo. Si te explican por qué ese texto es deslumbrante, no sólo vas a seguir deslumbrándote y leyéndolo cien veces sin saber jamás qué le pasa a Seymour Glass sino que también vas a aprender cómo un gesto mínimo puede revelar más sobre un personaje que una larga descripción. "Corte de pelo", de Ring Lardner, deslumbra pero también es útil para aprender a trabajar el tiempo y el lenguaje coloquial en un cuento. Ring Lardner presenta a un peluquero que le cuenta al extraño que llegó al pueblo lo divertido que es todo allí. Lo dice con un lenguaje de peluquero que no tiene ninguna pretensión literaria, pero debajo de su discurso acerca de lo divertido que es el pueblo, uno descubre una historia atroz. Este tipo de observaciones se pueden comunicar en un taller.

Escribir para ganar concursos

El mercado editorial tiene leyes no escritas. Entre otras, la que dice que el talento literario no garantiza la publicación. A los escritores inéditos los concursos se les antojan un camino difícil, pero camino al fin, para llegar a publicar y conseguir cierta notoriedad. ¿A cuántos de los que asisten a los talleres los moverá el puro deseo de escribir buenas historias y a cuántos otros la ambición de ganar un concurso?

–Cuando doy un taller, los editores y los concursos no me interesan porque a mi criterio, eso no es escribir –responde Castillo–. Lo que alguien puede aprender (ya no en un taller sino en los libros que lee y en la vida) es a contar aquello que quiere contar. A traducir en una forma poética, sea una novela, un cuento, un drama o un poema, lo que tiene para decir del mundo o lo que ve del mundo. Eso se puede aprender al lado de un escritor o en los libros que uno lee; y sobre todo, de los propios errores.

–¿Qué opinión le merecen los concursos?

–No me interesan en absoluto. Yo entré a la literatura ganando un concurso con El otro Judas, pero yo no escribía para ganar concursos. Yo escribí mi obra de teatro solo, en mi casa y por la necesidad de escribirla. No creo que el destino de un escritor sea ganar un concurso y ni siquiera editar. Hay grandes escritores para quienes la edición de sus obras es secundaria. Por ejemplo, Emily Dickinson –sin duda, la poeta lírica más grande de Norteamérica, una de las más grandes de su lengua y tal vez una de las más grandes del mundo– creía que editar era algo que no pertenecía a la literatura. Y está el caso de Kafka: si no hubiera sido por Max Brod apenas conoceríamos de él un librito de cien páginas con sus pequeños poemas en prosa, que son obras menores comparadas con El castillo, El proceso o La metamorfosis. Su obra la conocemos porque Max Brod la conservó. Y hay un ejemplo aún más poderoso: Virgilio. Virgilio quería quemar La Eneida porque la consideraba imperfecta. En el ánimo de un escritor de verdad no siempre está la necesidad de publicar o de ser conocido. La necesidad que experimenta un escritor es la de escribir eso que quiere escribir, de darle forma a aquello que conforma su mundo imaginario. Y si lo escrito no está de acuerdo con su mundo imaginario, algunos escritores prefieren renunciar a su obra a que ésta se conozca imperfecta; ése era el sentimiento de Virgilio.

–¿Existen todavía escritores capaces de tamaña renuncia?

–Tal vez estés en presencia de uno de ellos: yo prefiero quemar una obra a mandarla a imprimir imperfecta. He tardado treinta años en escribir una novela. A los que vienen a mi taller trato de explicarles lo que es la literatura en su sentido esencial. Y no acepto a alguien que me plantea que quiere publicar o ganar un concurso. Tu pregunta no es ingenua, porque cada vez que alguien vinculado a mis talleres gana un concurso, como fue el caso de Paola Kaufmann, empiezan a llamar personas que dicen estar interesadas en venir a mi taller pero lo que en verdad quieren es ver si les pasa lo mismo que a esa escritora que ganó ese concurso. Esa gente no me interesa.

Paola Kaufmann, fallecida en 2006, a la edad de 37 años, era bióloga y se empezó a dedicar con ahínco a la literatura a partir de su ingreso en un taller de Abelardo Castillo, en 1995. En 2002, obtuvo el premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El campo de golf del diablo. Un año más tarde, ganó el de Casa de las Américas, por la novela La hermana. Y en 2005, El lago le valió el Premio Planeta de Novela.

Guillermo Saccomano es blanco de una humorada que circula en el ambiente literario: "Si querés ganar el Premio Clarín, anotate en el taller de Saccomano". El chiste viene a cuento de lo ocurrido con dos de sus alumnas: Ángela Pradelli ganó dicho certamen con El lugar del padre, en 2004, y Claudia Piñeiro, en 2005, con Las viudas de los jueves. Saccomano se ríe cuando se le pregunta qué hay de cierto en la broma y señala que antes de obtener el Premio Clarín, ambas habían demostrado su talento literario y que incluso, se habían destacado en otros concursos. De hecho, Piñeiro había sido finalista de "La sonrisa vertical" de Tusquets, en 1991, y del Premio Planeta, en 2003. En cuanto a Pradelli, antes de obtener el galardón de Clarín había publicado dos novelas: Las cosas ocultas y Amigas mías, que recibió el premio Emecé 2002.

Alicia Steimberg escribió con intención literaria desde los 18 años pero recién se atrevió a publicar su primer libro, Músicos y relojeros, a los 38, después de que la obra resultó finalista de los concursos Barral, Barcelona y Monte Ávila, Caracas. ¿Cómo aprendió a escribir durante esos veinte años? "Escribiendo y leyendo, como se ha aprendido desde los comienzos de la narrativa", responde la autora de Aprender a escribir, quien lleva dos décadas dirigiendo talleres, convencida de que "no se puede enseñar a escribir pero sí a que la escritura mejore". Ganadora del Premio Planeta Biblioteca del Sur con Cuando digo Magdalena, finalista en el concurso Barral, Barcelona con La loca 101 y finalista única en "La sonrisa vertical" con Amatista, alienta a sus alumnos a presentarse a los certámenes. "Y les aconsejo no pagar jamás por la publicación de un libro –agrega– porque eso es como comprarse una casita de juguete y decir: ‘Ésta es mi casa propia’."

¿Es la literatura un don divino?

A fuerza de escuchar escritores que cuestionan la posibilidad de enseñar a escribir, el sentido común no resiste a la tentación de las preguntas elementales: si se puede enseñar música, escultura, pintura o ballet, ¿por qué no se puede enseñar a escribir?; ¿quién y por qué decidió que aquellas artes admiten una transmisión pedagógica mientras que la literatura es una suerte de don divino que se les concede a unos y se les niega a otros según las veleidades del destino o la genética? Abelardo Castillo ofrece una explicación.

–La diferencia reside en la importancia que tiene la técnica en cada uno de esos casos. Para bailar, necesitás un profundo conocimiento de la técnica y de tu cuerpo. Eso se aprende de un maestro que quizás ya no baila y que tal vez nunca bailó bien, pero que es capaz de enseñarte a poner el cuerpo, a respirar, a moverte. En la pintura, la técnica también es fundamental: tenés que saber mezclar los colores, conocer qué es la perspectiva, manejar nociones de volumen. Alguien te tiene que explicar todo eso. De allí que los talleres o academias de pintura tengan un sentido mucho más preciso y visible que el taller literario, porque en literatura, la técnica pasa a segundo término. No es con técnica como se escribe Guerra y paz. Hay escritores que ni siquiera sabían lo que era la literatura y, sin embargo, han escrito grandes libros.

–Pero es difícil aceptar que la capacidad de imaginar buenas historias y escribirlas bien sea genética. ¿Cómo hicieron aquellos escritores?

–No sé cómo, pero lo hicieron. Benjamin Constant es un buen ejemplo. Era político, no tenía una relación directa con la literatura aunque sí con la cultura. En cierta ocasión, alguien dijo en su presencia que era muy difícil escribir una novela con solamente dos personajes porque resultaría intolerable. "Yo puedo hacerla", lo desafió Constant. Y escribió Adolfo, una obra fundamental de la literatura francesa. Borges era un escritor natural desde los seis o siete años. ¿Como aprendió a escribir cuentos? Leyendo los cuentos de los otros. ¿Y por qué no escribió novelas? Porque no pudo; si no, las habría escrito. Tan poca importancia tiene la técnica en la literatura que la técnica de la novela, si es una gran novela, corresponde al novelista que la escribe. No hay una novela arquetípica. Si el Quijote es una novela, el Ulyses, de Joyce, no es una novela. Si Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, es una novela, entonces, las de En busca del tiempo perdido, de Proust, no son novelas. Por lo tanto, ¿qué es una novela? Una novela es un género que inventa cada gran novelista cuando escribe una novela, basándose en su propia intención, en sus propias posibilidades y en su propia técnica ¿Quién le enseñó la técnica de la novela a Joyce? Nadie.

La historia de la literatura le da la razón a Castillo: hay talentos que no precisan de los talleres ni las universidades. A Faulkner, le bastó el antojo de llevar una vida relajada para convertirse en escritor. Sucedió en Nueva Orleáns, mientras ganaba el pan haciendo changas: pintaba casas, timoneaba embarcaciones o piloteaba aviones. Por las tardes, veía a Sherwood Anderson paseándose tranquilamente por las calles. A la noche, se sentaba a beber con él y a escucharlo. Pero la vida matinal de Sherwood era un enigma para Faulkner: por mucho que lo buscara, no conseguía encontrarlo jamás. ¿Dónde estaba Sherwood? Encerrado, trabajando. "Decidí que si ésa era la vida de un escritor, lo mío era convertirme en escritor", contó Faulkner. Dicho y hecho: se encerró y en tres semanas, terminó su primer libro, La paga del soldado. Pensó que su vecino podría echarle una mano para que alguien se interesara en publicarlo. Anderson le propuso un trato irrechazable: "Si no estoy obligado a leer tu manuscrito, le diré a mi editor que lo acepte".

Paul Bowles fue un niño solitario al que en vez de juguetes, le regalaban "cosas constructivas", según dijo. Entre otras, unos bloques de madera que llevan grabadas las letras del abecedario. Con ellos aprendió a leer, a los tres años. Y fue así, con cierto ánimo lúdico y en estado de gracia, como se forjó un destino de escritor. "A los dieciséis, ya escribía poesía surrealista. Leía André Breton, que explicaba cómo hacerlo, y así aprendía a escribir sin ser consciente de lo que estaba haciendo", le dijo a Jeffrey Bailey en la entrevista publicada en Paris Review. "Aprendí cómo lograr que lo que escribía fuera gramaticalmente correcto y que tuviera incluso cierto estilo sin la menor idea de lo que estaba escribiendo –confesó–. Una parte de mi mente escribía y Dios sabe lo que estaba haciendo la otra parte. Supongo que estaba excavando en el subconsciente, dragando limo. No sé cómo funcionan esas cosas, y no quiero saberlo".

En un territorio teñido de subjetividades, la pregunta del millón es quién y con qué criterio decide que alguien es escritor. "Él mismo –responde, sin dudarlo, Abelardo Castillo–. En algún momento de su vida, siente que es escritor. Yo sentí que era escritor la primera vez que me compré una libretita y anoté palabras." Lo dice y enseguida, vuelve sobre sus pasos: "La verdad es que la primera vez que me sentí escritor fue en una Feria del Libro, cuando ya tenía más de cincuenta años y ya había escrito mis obras más conocidas, incluso El que tiene sed, que para algunos es mi mejor novela".

–¿Qué sucedió en aquella Feria del Libro que lo hizo sentirse escritor?

–Lo recuerdo muy bien. En el stand de Galerna, veo a un chico que está robando un libro. Yo me pongo a hablar con Levín [N de la R: Hugo Levín, dueño del grupo Galerna] para distraerlo a fin de que el chico robe tranquilo. Lo que robó fue un libro mío. Entonces, me sentí escritor. Te sentís escritor vos mismo, por una decisión tuya en cualquier momento. De pronto has tenido un gran amor, se te ha ido o te has ido, estás deshecho del dolor y de repente, pensás: "¡Qué historia es ésta! Me parece que está para escribirla". En ese momento, decís: soy escritor. No soy un enamorado, porque el enamorado se mata o sale corriendo a buscar a la persona amada. El tipo que al perder un gran amor piensa "Qué tema para un cuento o para una novela", ése es un escritor.

* Periódico argentino de tirada nacional.