Escrituralia: Vida bajo tierra, comentario para Javi
Respondo aquí a la entrada de Gra para que no se quede por ahí perdida:
Este relato me ha hecho dudar de muchas cosas. Entre ellas, si realmente puedo escribir cuentos (la consigna de esta semana iba de miedos, ¿no?). Lo digo porque también tuve la sensación de que esta historia me decía: "Pero qué haces burro, no ves que no quepo en un cuento". Celsa ha hecho un comentario en esta línea que también me dio que pensar. Llevaba tiempo preguntándome si podría crecer hacia algo así como una novela, o bien mantener el tipín como relato. También le quite abalorios porque me parecía que necesitaba ir más ligero. ¿Son demasiadas dudas, no?
Pero resulta que nuestra Super-profe-Gra es experta en motivar y en aclarar dudas. Gracias por tu dedicada corrección y tus ánimos, Gra. Y como dudar es una maravilla, pues sigo empeñado en seguir intentándolo con este cuento. No sé si seré capaz de convencerle, si crecerá y me mirará por encima del hombro o si al final seré yo el que me haga viejo antes de que el dichoso cuento vea la luz ;) En resumen, aquí hemos venido a trabajar, ¿no?
Pues a ello me pongo.
ATENCIÓN: Nuevos talleres
lunes, 26 de abril de 2010
Escrituralia: Vida bajo tierra, comentario para Javi
Pequeño texto de Isabel Cañelles (comunicación personal)
Y hombre, la libertad la tiene; otra cosa es que estemos dispuestos a tragarnos lo que salga de ahí. Lo que decías tú, Guido (*), que aquí también hay que aprender solfeo e, igual que las notas no se pueden desparramar al buen tuntún sobre la página, con las palabras ocurre lo mismo. Cuando uno aprende el solfeo de la escritura (que yo creo que es toda esa primera fase en que uno aprende a mirar y a sentir el lenguaje como algo propio, lo de las palabras que comentaba el otro día), al cabo de unos años ya está en disposición de hacer piruetas con una base sólida bajo sus pies.
También en cuanto a la interpretación se puede sacar algún símil. Por ejemplo, yo creo que en la escritura el autor es una mezcla de compositor, director de orquesta y músico. Pero es más músico el lector que el escritor. Para ser lector también hay que estudiar muchos años, y hay buenos y malos lectores igual que hay buenos y malos escritores. Por cierto, que está bastante infravalorado el trabajo de lector, que ahora se ve como sinónimo de consumidor. Un cuento o una novela no se lo da todo machacadito a un espectador pasivo, aunque pueda darnos esa impresión, sino que es una especie de esqueleto que el lector ha de interpretar con su instrumento (ejem), con su experiencia, con su imaginación, con su inteligencia... Si esto lo sentimos como un proceso fácil y placentero es porque llevamos muchos años de estudio, pero ponle a alguien que no lee apenas a Proust delante...
Entonces, cuando nos sentamos a leer una novela (una buena novela), es parecido a cuando tenemos una partitura delante: todo está ahí en potencia, y nosotros podemos no entender ni siquiera los signos (si no sabemos leer); podemos entender que esto es un "fa" y esto es un "re" pero no tener ni idea de cómo interpretar la melodía completa; o podemos relacionar todas las notas y montarnos la sinfonía en la cabeza. Con las mismas notas, unos lectores interpretarán una canción de cuna, otros una sinfonía y otros una
ópera."
(*) Se refiere a Guido Eytel, excelente poeta chileno.
De una entrevista al lingüista Noam Chomsky
—Chomsky me dijo que el truco de aprender un idioma está en disfrutar del error.
—Así es. Hable ese idioma que tanto le cuesta aunque se equivoque, aunque no le entiendan: persevere, vuelva a intentarlo. ¡Otra vez! El ejercicio será igual de efectivo porque en cualquier caso utiliza el mecanismo del apaga y enciende de un idioma a otro y cuanto más se usa, más fácil es volverlo a usar. Cuanto más a menudo cambie de idioma, más fácil le será hablar muchos.
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Me gustó porque ¿acaso la escritura de ficción no es un idioma otro, con el podemos comunicarnos con gente con la que habitualmente hablamos el nuestro, el de todos los días? ¿No es que existen muchas gramáticas —mucho más laxas, menos normativas, más numerosas que las del castellano, sí, pero igualmente útiles a la hora de ordenar nuestro discurso— también para la narrativa?
Si lo vemos así, lo de "apaga y enciende" nos anima a que no nos pase un día sin escribir: en la cabeza, en una servilleta, en word o en la piel de otro. Pero escribir, imaginar, crear y crearnos: traducirnos en cada cuento, en cada poema, y darnos a leer a los demás.
Con conflicto dado
Se tata de escribir un cuento —o el inicio de uno, para continuarlo en siguientes semanas— en el que dos personajes —pueden ser personas, animales o cosas— están en —o llegan a— determinado lugar, y uno de ellos quiere irse de allí inmediatamente, mientras que el otro quiere quedarse allí a toda costa. Ya tienen el conflicto. Pongan a estos dos personajes en algún escenario —puede ser desde un lugar abierto hasta un microespacio—, a ver qué sale.
Encuentro nocturno, por Ray Bradbury
—Aquí se sentirá usted bastante solo —le dijo al viejo.
El viejo pasó un trapo por el parabrisas de la camioneta.
—No me quejo.
—¿Le gusta Marte?
—Muchísimo. Siempre hay algo nuevo. Cuando llegué aquí el año pasado, decidí no esperar nada, no preguntar nada, no sorprenderme por nada. Tenemos que mirar las cosas de aquí, y qué diferentes son. El tiempo, por ejemplo, me divierte muchísimo. Es un tiempo marciano. Un calor de mil demonios de día y un frío de mil demonios de noche. Y las flores y la lluvia, tan diferentes. Es asombroso. Vine a Marte a retirarme, y busqué un sitio donde todo fuera diferente. Un viejo necesita una vida diferente. Los jóvenes no quieren hablar con él, y con los otros viejos se aburre de un modo atroz. Así que pensé: lo mejor será buscar un sitio tan diferente que uno abre los ojos y ya se entretiene. Conseguí esta estación de gasolina. Si los negocios marchan demasiado bien, me instalaré en una vieja carretera menos bulliciosa, donde pueda ganar lo suficiente para vivir y me quede tiempo para sentir estas cosas tan diferentes.
—Ha dado usted en el clavo —dijo Tomás. Sus manos le descansaban sobre el volante. Estaba contento. Había trabajado casi dos semanas en una de las nuevas colonias y ahora tenía dos días libres y iba a una fiesta.
—Ya nada me sorprende —prosiguió el viejo—. Miro y observo, nada más. Si uno no acepta a Marte como es, puede volverse a la Tierra. En este mundo todo es raro; el suelo, el aire, los canales, los indígenas (aun no los he visto, pero dicen que andan por aquí) y los relojes. Hasta mi reloj anda de un modo gracioso. Hasta el tiempo es raro en Marte. A veces me siento muy solo, como si yo fuese el único habitante de este planeta; apostaría la cabeza. Otras veces me siento como si me hubiera encogido y todo lo demás se hubiera agrandado. ¡Dios! ¡No hay sitio como éste para un viejo! Estoy siempre alegre y animado. ¿Sabe usted cómo es Marte? Es como un juguete que me regalaron en Navidad, hace setenta años. No sé si usted lo conoce. Lo llamaban calidoscopio: trocitos de vidrio o de tela de muchos colores. Se levanta hacia la luz y se mira y se queda uno sin aliento. ¡Cuántos dibujos! Bueno, pues así es Marte. Disfrútelo. Tómelo como es. ¡Dios! ¿Sabe que esa carretera marciana tiene dieciséis siglos y aún está en buenas condiciones? Es un dólar cincuenta. Gracias. Buenas noches.
Tomás se alejó por la antigua carretera, riendo entre dientes.
Era un largo camino que se internaba en la oscuridad y las colinas. Tomás, con una sola mano en el volante, sacaba con la otra, de cuando en cuando, un caramelo de la bolsa del almuerzo. Había viajado toda una hora sin encontrar en el camino ningún otro automóvil, ninguna luz. La carretera solitaria se deslizaba bajo las ruedas y sólo se oía el zumbido del motor. Marte era un mundo silencioso, pero aquella noche el silencio era mayor que nunca. Los desiertos y los mares secos giraban a su paso y las cintas de las montañas se alzaban contra las estrellas.
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
La camioneta se internó en las colinas del tiempo. Tomás sintió unas punzadas en la nuca y se sentó rígidamente, con la mirada fija en el camino.
Entraba en una muerta aldea marciana; paró el motor y se abandonó al silencio de la noche. Maravillado y absorto contempló los edificios blanqueados por las lunas. Deshabitados desde hacía siglos. Perfectos. En ruinas, pero perfectos.
Puso en marcha el motor, recorrió algo más de un kilómetro y se detuvo nuevamente. Dejó la camioneta y echó a andar llevando la bolsa de comestibles en la mano, hacia una loma desde donde aún se veía la aldea polvorienta. Abrió el termos y se sirvió una taza de café. Un pájaro nocturno pasó volando. La noche era hermosa y apacible.
Unos cinco minutos después se oyó un ruido. Entre las colinas, sobre la curva de la antigua carretera, hubo un movimiento, una luz mortecina y luego un murmullo.
Tomás se volvió lentamente, con la taza de café en la mano derecha.
Y asomó en las colinas una extraña aparición.
Era una máquina que parecía un insecto de color verde jade, una mantis religiosa que saltaba suavemente en el aire frío de la noche, con diamantes verdes que parpadeaban sobre su cuerpo, indistintos, innumerables, y rubíes que centelleaban con ojos multifacéticos. Sus seis patas se posaron en la antigua carretera, como las últimas gotas de una lluvia, y desde el lomo de la máquina un marciano de ojos de oro fundido miró a Tomás como si mirara el fondo de un pozo.
Tomás levantó una mano y pensó automáticamente:
¡Hola!, aunque no movió los labios. Era un marciano. Pero Tomás había nadado en la Tierra en ríos azules mientras los desconocidos pasaban por la carretera, y había comido en casas extrañas con gente extraña y su sonrisa había sido siempre su única defensa. No llevaba armas de fuego. Ni aun ahora advertía esa falta aunque un cierto temor le oprimía el pecho.
También el marciano tenía las manos vacías. Durante unos instantes, ambos se miraron en el aire frío de la noche.
Tomás dio el primer paso.
—¡Hola! —gritó.
—¡Hola! —contesto el marciano en su propio idioma. No se entendieron.
—¿Has dicho hola? —dijeron los dos.
—¿Qué has dicho? —preguntaron, cada uno en su lengua.
Los dos fruncieron el ceño.
—¿Quién eres? —dijo Tomás en inglés.
—¿Qué haces aquí —dijo el otro en marciano.
—¿A dónde vas? —dijeron los dos al mismo tiempo, confundidos.
—Yo soy Tomás Gómez,
—Yo soy Muhe Ca.
No entendieron las palabras, pero se señalaron a sí mismos, golpeándose el pecho, y entonces el marciano se echó a reír.
—¡Espera!
Tomás sintió que le rozaban la cabeza, aunque ninguna mano lo había tocado.
—Ya está —dijo el marciano en inglés—. Así es mejor.
—¡Qué pronto has aprendido mi idioma!
—No es nada.
Turbados por el nuevo silencio, ambos miraron el humeante café que Tomás tenía en la mano.
—¿Algo distinto? —dijo el marciano mirándolo y mirando el café, y tal vez refiriéndose a ambos.
—¿Puedo ofrecerte una taza? —dijo Tomás.
—Por favor.
El marciano descendió de su máquina.
Tomás sacó otra taza, la llenó de café y se la ofreció.
La mano de Tomás y la mano del marciano se confundieron, como manos de niebla.
—¡Dios mío! —gritó Tomás, y soltó la taza.
—¡En nombre de los Dioses! —dijo el marciano en su propio idioma.
—¿Viste lo que pasó? — murmuraron ambos, helados por el terror.
El marciano se inclinó para tocar la taza, pero no pudo tocarla.
—¡Señor! —dijo Tomás.
—Realmente... —comenzó a decir el marciano. Se enderezó, meditó un momento, y luego sacó un cuchillo de su cinturón.
—¡Eh! —gritó Tomás.
—Has entendido mal. ¡Tómalo!
El marciano tiró al aire el cuchillo. Tomás juntó las manos. El cuchillo le pasó a través de la carne. Se inclinó para recogerlo, pero no lo pudo tocar y retrocedió, estremeciéndose.
Miró luego al marciano que se perfilaba contra el cielo.
—¡Las estrellas! —dijo.
—¡Las estrellas! —respondió el marciano mirando a Tomás.
Las estrellas eran blancas y claras más allá del cuerpo del marciano, y lucían dentro de su carne como centellas incrustadas en la tenue y fosforescente membrana de un pez gelatinoso; parpadeaban como ojos de color violeta en el estómago y en el pecho del marciano, y le brillaban como joyas en los brazos.
—¡Eres transparente! —dijo Tomás.
—¡Y tú también! —replicó el marciano retrocediendo.
Tomás se tocó el cuerpo, sintió su calor y se tranquilizó. «Yo soy real», pensó.
El marciano se tocó la nariz y los labios.
—Yo tengo carne —murmuró—. Yo estoy vivo.
Tomás miró fijamente al fío.
—Y si yo soy real, tú debes de estar muerto.
—¡No! ¡Tú!
—¡Un espectro!
—¡Un fantasma!
Se señalaron el uno al otro y la luz de las estrellas les brillaba en los miembros como dagas, como trozos de hielo, como luciérnagas, y se tocaron otra vez y se descubrieron intactos, calientes, animados, asombrados, despavoridos, y el otro, ah, si, ese otro, era sólo un prisma espectral que reflejaba la acumulada luz de unos mundos distantes.
Estoy borracho, pensó Tomás. No se lo contaré mañana a nadie. No, no.
Se miraron un tiempo, de pie, inmóviles, en la antigua carretera.
—¿De dónde eres? —preguntó al fin el marciano.
—De la Tierra.
—¿Qué es eso?
Tomás señaló el firmamento.
—¿Cuándo llegaste?
—Hace más de un año, ¿no recuerdas?
—No.
—Y todos ustedes estaban muertos, así lo creímos. Tu raza ha desaparecido casi totalmente ¿no lo sabes?
—No. No es cierto.
—Sí. Todos muertos. Yo vi los cadáveres. Negros, en las habitaciones, en las casas. Muertos. Millares de muertos.
—Eso es ridículo. ¡Estamos vivos!
—Escúchame. Marte ha sido invadido. No puedes ignorarlo. Has escapado.
—¿Yo? ¿Escapar de qué? No entiendo lo que dices. Voy a una fiesta en el canal, cerca de las montañas Eniall. Allí estuve anoche. ¿No ves la ciudad?
Tomás miró hacia donde indicaba el marciano y vio las ruinas.
—Pero cómo, esa ciudad está muerta desde hace miles de años.
El marciano se echó a reír.
—¡Muerta! Dormí allí anoche.
—Y yo estuve allí la semana anterior y la otra, y hace un rato, y es un montón de escombros. ¿No ves las columnas rotas?
—¿Rotas? Las veo perfectamente a la luz de la luna. Intactas.
—Hay polvo en las calles —dijo Tomás.
—¡Las calles están limpias!
—Los canales están vacíos.
—¡Los canales están llenos de vino de lavándula!
—Está muerta.
—¡Está viva! —protestó el marciano riéndose cada vez más—. Oh, estás muy equivocado ¿No ves las luces de la fiesta? Hay barcas hermosas esbeltas como mujeres, y mujeres hermosas esbeltas como barcas; mujeres del color de la arena, mujeres con flores de fuego en las manos. Las veo desde aquí, pequeñas, corriendo por las calles. Allá voy, a la fiesta. Flotaremos en las aguas toda la noche, cantaremos, beberemos, haremos el amor. ¿No las ves?
—Tu ciudad está muerta como un lagarto seco. Pregúntaselo a cualquiera de nuestro grupo. Voy a la Ciudad Verde. Es una colonia que hicimos hace poco cerca de la carretera de Illinois. No puedes ignorarlo. Trajimos trescientos mil metros cuadrados de madera de Oregón, y dos docenas de toneladas de buenos clavos de acero, y levantamos a martillazos los dos pueblos más bonitos que hayas podido ver. Esta noche festejaremos la inauguración de uno. Llegan de la Tierra un par de cohetes que traen a nuestras mujeres y a nuestras amigas. Habrá bailes y whisky...
El marciano estaba inquieto.
—¿Dónde está todo eso?
Tomás lo llevó hasta el borde de la colina y señaló a lo lejos.
—Allá están los cohetes. ¿Los ves?
—No.
—¡Maldita sea! ¡Ahí están! Esos aparatos largos y plateados.
—No.
Tomás se echó a reír.
—¡Estás ciego!
—Veo perfectamente. ¡Eres tú el que no ve!
—Pero ves la nueva ciudad, ¿no es cierto?
—Yo veo un océano, y la marea baja.
—Señor, esa agua se evaporó hace cuarenta siglos.
—¡Vamos, vamos! ¡Basta ya!
—Es cierto, te lo aseguro.
El marciano se puso muy serio.
—Dime otra vez. ¿No ves la ciudad que te describo? Las columnas muy blanca, las barcas muy finas, las luces de la fiesta... ¡Oh, lo veo todo tan claramente! Y escucha... Oigo los cantos. ¡No están tan lejos!
Tomás escuchó y sacudió la cabeza.
—No.
—Y yo, en cambio, no puedo ver lo que tú me describes —dijo el marciano.
Volvieron a estremecerse. Sintieron frío.
—¿Podría ser?
—¿Qué?
—¿Dijiste que «del cielo»?
—De la Tierra.
—La Tierra, un nombre, nada —dijo el marciano—. Pero... al subir por el camino hace una hora... sentí...
Se llevó una mano a la nuca.
—¿Frío?
—Sí.
—¿Y ahora?
—Vuelvo a sentir frío. ¡Qué raro! Había algo en la luz, en las colinas, en el camino... —dijo el marciano—. Una sensación extraña... El camino, la luz... Durante unos instante creí ser el único sobreviviente de este mundo.
—Lo mismo me pasó a mí —dijo Tomás, y le pareció estar hablando con un amigo muy íntimo de algo secreto y apasionante.
El marciano meditó unos instantes con los ojos cerrados.
—Sólo hay una explicación. El tiempo. Sí. Eres una sombra del pasado.
—No. Tú, tú eres del pasado —dijo el hombre de la Tierra.
—¡Qué seguro estas! ¿Cómo es posible afirmar quién pertenece al pasado y quién al futuro? ¿En qué año estamos?
—En el año dos mil dos.
—¿Qué significa eso para mí?
Tomás reflexionó y se encogió de hombros.
—Nada.
—Es como si te dijera que estamos en el año 4462853 S.E.C. No significa nada. Menos que nada. Si algún reloj nos indicase la posición de las estrellas...
—¡Pero las ruinas lo demuestran! Demuestran que yo soy el futuro, que yo estoy vivo, que tú estás muerto.
—Todo en mí lo desmiente. Me late el corazón, mi estómago siente hambre, mi garganta sed. No, no. Ni muertos, ni vivos, más vivos que nadie, quizá. Mejor, entre la vida y la muerte. Dos extraños cruzan en la noche. Nada más. Dos extraños que pasan. ¿Ruinas dijiste?
—Sí. ¿Tienes miedo?
—¿Quién desea ver el futuro? ¿Quién ha podido desearlo alguna vez? Un hombre puede enfrentarse con el pasado, pero pensar... ¿Has dicho que las columnas se han desmoronado? ¿Y que el mar está vacío y los canales, secos y las doncellas muertas y las flores marchitas? —El marciano calló y miró hacia la ciudad lejana. —Pero están ahí. Las veo. ¿No me basta? Me aguardan ahora, y no importa lo que digas.
Y a Tomás también lo esperaban los cohetes, allá a lo lejos, y la ciudad, y las mujeres de la Tierra.
—Jamás nos pondremos de acuerdo —dijo.
—Admitamos nuestro desacuerdo —dijo el marciano—. ¿Qué importa quién es el pasado o el futuro, si ambos estamos vivos? Lo que ha de suceder sucederá, mañana o dentro de diez mil años. ¿Cómo sabes que esos templos no son los de tu propia civilización, dentro de cien siglos, desplomados y en ruinas? ¿No lo sabes? No preguntes entonces. La noche es muy breve. Allá van por el cielo los fuegos de la fiesta, y los pájaros.
Tomás tendió la mano. El marciano lo imitó. Sus manos no se tocaron, se fundieron atravesándose.
—¿Volveremos a encontrarnos?
—¡Quién sabe! Tal vez otra noche.
—Me gustaría ir contigo a la fiesta.
—Y a mí me gustaría ir a tu ciudad y ver esa nave de que me hablas y esos hombres, y oír todo lo que sucedió.
—Adiós —dijo Tomás.
—Buenas noches.
El marciano voló serenamente hacia las colinas en su vehículo de metal verde. El terrestre se metió en su camioneta y partió en silencio en dirección contraria.
—¡Dios mío! ¡Qué pesadillas! —suspiró Tomás, con las manos en el volante, pensando en los cohetes, en las mujeres, en el whisky, en las noticias de Virginia, en la fiesta.
—¡Qué extraña visión! —se dijo el marciano, y se alejó rápidamente, pensando en el festival, en los canales, en las barcas, en las mujeres de ojos dorados, y en las canciones.
La noche era oscura. Las lunas se habían puesto. La luz de las estrellas parpadeaba sobre la carretera ahora desierta y silenciosa. Y así siguió, sin un ruido, sin un automóvil, sin nadie, sin nada, durante toda la noche oscura y fresca.
Recorrido:
- ¿Te gustó el cuento? ¿Por qué?
- ¿Hay algo en el relato que te haga cuestionar tu propia visión del mundo?
Vida bajo tierra, comentario para Javi
Javi:
El relato tiene, a mi modo de ver, una base excelente. Yo no creo que el marco de un cuento le quede escaso, pero creo que el comentario que te hace Celsa se justifica por ciertos saltos entre el pasado y el presente narrativo que no están del todo bien resueltos. Eso puede marear al lector, confundiéndolo y obligándolo a una relectura.
Verás que te propongo continuar la corrección la próxima semana. No dejes de trabajar en ella, porque este me parece, como te dije alguna vez, no solo tu mejor relato sino uno muy, muy bueno.
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Vida bajo tierra
—Si el ruiseñor canta en un entierro —le susurró su madre a Felipe— es que alguien muy cercano no ha perdonado al difunto. [corregí detalle de rayas]
El niño se llevó la mano al oído, como si el mundo sonara de otra manera. Acababa de morir su Tío Filemón, pero a Felipe no le dejaron ir al cementerio. Desde la ventana vio salir a su madre, que se cubría la cabeza con un pañuelo negro y se lo anudaba con fuerza debajo de la barbilla. A lo lejos, Felipe adivinaba los cipreses, unas finas pinceladas sobre la loma, como esperando que el horizonte le confesara por qué el rencor podía sobrevivir a la muerte. [sugiero otro orden, que hace más llana la puntuación y más clara la frase]
Ha pasado X décadas y nunca, hasta hoy, supo si su madre estaba en lo cierto. [sugiero agregado para situar rápidamente al lector en lo temporal del relato]
Felipe había esperado el momento pacientemente, pero el tiempo no dejó de burlarse de él. [aquí hay que marcar que se vuelve atrás de nuevo, después del "hasta hoy"] Se topó con una ristra de años saludables en los que en el pueblo nadie terminaba en el cementerio. Ni siquiera Don Adolfo, que arrastraba sus ciento siete años cuando un rayo le convirtió en leyenda, dejando indemnes sólo sus viejas gafas redondas. [no me cerraba bien lo que venía, con el cambio de sujeto, y te sugiero algo así] Para entonces, a Felipe parecía habérsele distraído la curiosidad. Ya era casi un mozo, en una lucha constante por tapar el agujero que la falta de un padre había abierto en su vida. [esto abre una expectativa: el lector necesitará ver algo de esa lucha: preguntas que le haga a la madre, preguntas que se haga a sí mismo, etc. Veremos si se satisface]
Ayudaba a su madre en las labores del campo, que no daban apenas descanso. Al final de la jornada, un sol de mantequilla [muy buena imagen] se derretía sobre la tierra caliente. Recostado entre dos surcos, Felipe se entretenía viendo cómo se apagaban los campos [otra muy buena]; se estiraba como una vara, retando al cansancio, a la espera de que en ese lugar sólo quedasen la calma y él.
Una tarde, una pareja de ruiseñores le persiguió hasta la puerta de casa. [No hay motivo para usar "aquella", ya que aún no has hablado de ella. Además, despista, porque el lector ya maneja dos tiempos en su cabeza: el que transcurre desde la niñez a la mocedad y el otro, que mantiene clavado en su cabeza con la chincheta del "hasta hoy", y que señala un día puntual en su madurez o vejez (yo aún no sé cuál de los dos, ya que el original no lo marcaba). Si le decís "aquella", debe sostener como puede un tercer tiempo del que no tiene aún ningún referente, porque éste llegará después] Puede que le hubieran elegido eligieran, precisamente a él, justo antes de que él los hubiera elegido eligiera a ellos. [el pluscuamperfecto (hubieran elegido) marca una acción anterior al imperfecto (eligieran) y no a la inversa]
Felipe venía caminando por la carretera, rodeada de campos de labor. Aceleraba el paso cada vez más y, de reojo, vigilaba a esos pájaros que le acechaban. Atardecía y una nube de paja y grano casi invisible flotaba sobre los campos, perfumando el viento. Soplaba con tanta fuerza que los ruiseñores rasgaban el aire, disparados como balas de pluma [¡lindas imágenes!]. [Aquí faltan un par de oraciones que den cuenta de la insistencia de los pájaros: necesitamos sentir que de verdad lo persiguen, que no es un segundito lo que dura esa persecución, sino que realmente hay algo notable en la forma en que no lo dejan en paz] Al doblar la esquina, Felipe corrió hacia el portal para esconderse de sus perseguidores, cerró de un portazo y dedicó un segundo a recuperar el aliento; luego se dio la vuelta y, a través de los cristales, les observó pasar fugazmente [en el original, son los ruiseñores los que pasan fugazmente a través de los cristales. Y a menos que se trate de ruiseñores extraterrestres o suicidas, era un error :-)]. Entró en la cocina algo sofocado, con la camisa por fuera del pantalón, y encontró a su madre, que pelaba cebollas junto a la lumbre [no abuses del punto y coma: entrecortan mucho la fluidez. Por otro lado, paso aquí la descripción de Felipe para que no intrerrumpa en la siguiente oración el hilo lágrimas-cebolla/lágrimas secreto de su madre. Por último, más abajo dirás que se quedó de pie, así que lo saco de aquí. ]. Amparo levantó la mirada los ojos y pestañeó para aliviar el escozor que le empañaba la visión. de su hijo: ahí de pie, enrojecido y con la camisa por fuera. Ella Escondía, tras aquella mirada llorosa, un secreto oculto en cada gesto que no la dejaba vivir [por un lado, los secretos siempre están ocultos. Si no, no lo serían. Además, ya hablás de "esconder", por lo que resulta doblemente redundante. Por otro, me pregunto si "vivir" es el mejor infinitivo que podés encontrar. No me parece del todo expresivo, dado que abarca todo (vivir, sí vive: respira, come, habla, siente, etc.) A lo mejor se te ocurre alguna otra idea más nítida] Siempre presente, como todos los grandes secretos, incluso detrás de una cebolla, capa tras capa.
Felipe se paró junto a ella con la respiración acelerada. [aquí sí que no va coma, puesto que cambia el sujeto] Su madre le tiró del cinturón y se le acercó para remeterle la camisa. Las manos de Amparo estiraban, abotonaban y acomodaban como si tocaran de memoria.[para evitar repetición "remeter"]
Felipe sonrió también,
—Me tienes que hacer un recado, Felipe. Vete al corral a por un ramillete de hierbabuena —pidió su madre.
El chiquillo [OUPS, había imaginado a un "casi mozo": ¿quince, dieciséis años? especialmente porque hablaste de una "ristra de años". Revisá aquello para que el lector sepa que sigue siendo un chiquillo] intentó librarse hablándole de esos temibles pájaros que le habían venido persiguiendo. Su madre, como si no le oyera, le mandó a cumplir el recado y comenzó a pelar otra cebolla. A la entrada del pueblo, en un corral medio abandonado, crecían varias matas de hierbabuena.
Unos sesenta años después, Felipe todavía se estremece cada vez que pasa junto a ese corral. Cuando tiene dudas camina: no hay mejor remedio que sacar las preocupaciones a caminar. [estas dos frases no se enganchan bien. Ocurre que la primera es muy fuerte: abre una inmensa expectativa acerca de lo que le va a ocurrir en el corral aquel día en que fue a por hierbabuena, ya que aún lo estremece sesenta años después. La siguiente oración desconcierta, ya que baja abruptamente la tensión, mencionando una costumbre habitual en el personaje —en lugar de algo que le marcó la vida para siempre—, y refiere cosas abstractas (dudas, preocupaciones) en lugar de lo muy concreto que espera el lector. Evaluá si no conviene pasar el párrafito que sigue, sobre el entierro, más adelante, cuando vuelvas al presente, dejando unida la frase que acaba en "se estremece cada vez que etc." con la narración en tiempo pasado de lo que le ocurrió ahí con la pareja de ruiseñores. Es decir, no como si fuese un recuerdo, sino narración de acciones, tal como venías narrando aquel día. Como además se agotó el tiempo de que dispongo esta semana para seguir comentándote el relato, te propongo que para la que viene, vuelvas a colgar la siguiente versión, tomando las sugerencias que te parezcan oportunas de entre las que te hicimos Celsa y yo y modificando lo que desees en lo que resta del relato]
A las doce del mediodía sonará la campana que inicie la marcha fúnebre desde la plaza, siguiendo la estrecha carretera que parte la loma en dos, hasta llegar al cementerio. Hoy entierran al mal nacido de Amadeo. Ésta podría ser la ocasión que Felipe lleva tanto tiempo esperando; pero algo le dice que quizá sea demasiado tarde.
Se para junto al corral y admira las matas de hierbabuena. El pasado brota en ese lugar y le vuelve a suceder como si fuera algo nuevo, camuflado en el presente. Felipe, medio sordo y algo encorvado, gesticula con su bastón en el aire, rebuscando entre las mismas ramas que aquel muchacho al cumplir el recado de su madre. Vuelve a ser ese chiquillo que, endeble como un pajarillo, entró en el corral a recoger hierbabuena sin saber lo que le esperaba allí, cuando se volvió a cruzar con la pareja de ruiseñores. Definitivamente, esos pájaros le buscaban a él.
Pensó que querían jugar, así que se paró y les sonrió un poco. Volvió a caminar, pero los dos pájaros piaban sin parar, suspendidos delante de él; parecían interrumpirse el uno al otro para decirle algo. Felipe se acordó de su recado; era mejor no retrasarse. Intentaba elegir las mejores ramas de hierbabuena, pero los ruiseñores le distraían revoloteando a su alrededor. Se acercaban hasta unas zarzas, iban y venían, y en cuanto el chico les miraba, se perdían de nuevo hacia ellas. Eso pareció convencer a Felipe que, como si les entendiera, se dirigió sin pensarlo hacia el rincón de las zarzas.
Desde que era un niño, Felipe se asoma cada noche a escuchar el canto de los ruiseñores. Les oye cantar a lo lejos, como a su infancia. Ese canto le calma, haciendo del mundo un lugar familiar para él. Sin su cantar Felipe no sería el mismo; como mucho una melodía incompleta, sin armonía, falta de una nota crucial. Anoche el viejo apenas ha podido dormir; los ruiseñores cantaron poco y él se sentía solo entre tanto silencio. Y sin quererlo ha terminado aquí, en el corral, un día como éste, tantos años después. Hoy la hierbabuena huele a lo imprevisto, a lo que está a punto de suceder, igual que aquella tarde. Los recuerdos también huelen, se dice Felipe. Debe ser ese aroma lo que le lleva otra vez hasta ese muchacho de once años.
El olor a hierbabuena flotaba en el ambiente; los ruiseñores se habían encargado de esparcirlo por todo el corral. Felipe ojeó los zarzales, muy espesos, pero no vio nada. Ya tenía un buen puñado, así que reculaba para regresar a casa cuando los pájaros se le cruzaron de nuevo; todavía cree que le dijeron algo. Piaban de tal manera que eso no eran cantos, eran gritos de auxilio. Felipe se echó la mano al cogote y giró el cuello, siguiendo la línea que dibujaban los pájaros en el aire. Los dos ruiseñores insistían en el mismo rincón, se posaban sobre las zarzas y esperaban. El muchacho decidió acercarse otra vez a revisar los zarzales, ahora con el convencimiento de que había algo. El piar cesó de repente, justo cuando Felipe exclamó ante su hallazgo. Entre las zarzas, muy bien escondido, encontró un nido de ruiseñores con dos pollos. Felipe pensó que podría criarlos enjaulados, como el periquito de su primo Rafa. Alargó la mano y cogió uno de los polluelos. Así es como se dio cuenta de que estaba atado con un hilo a una de las ramas. El otro también estaba preso.
Hacía un rato que se le había olvidado la hierbabuena, su madre y el periquito de su primo Rafa. Al ver a los dos pollos ahí atrapados, con esos grilletes de hilo en sus patas, el muchacho echó la vista al suelo y dejó escapar un suspiró. Se llevó el ramillete de hierbabuena a la nariz y con los ojos cerrados inspiró con todas sus fuerzas. Desde una rama cercana los ruiseñores aguardaban en un paciente balanceo, sin perder de vista a Felipe. El muchacho no acababa de reaccionar, envuelto en una maraña de movimientos minúsculos e indecisos, temeroso de que aquellos pájaros no le perdonaran el haber pensado en enjaular a sus crías. Felipe no podía seguir mirándoles; su barbilla, temblorosa, se arrugaba sin merecer el llanto. En un gesto repentino e incontrolable, el muchacho tiró el puñado de hierbabuena contra el suelo.
Se acercó los hilos a la boca y los cortó con los dientes, liberando a los polluelos. Los dejó sobre el nido y retrocedió. Al momento, la pareja de ruiseñores revoloteaba junto a ellos, animándoles a volar. Los pequeños extendían las alas y las agitaban con torpeza. Felipe acompañó su vuelo ascendente, frotándose la nariz y sorbiéndose los mocos, que ya se le confundían con las lágrimas. Piando sin parar, desaparecieron tras las copas de unos chopos. Desde el cielo, los cuatro ruiseñores presenciaron el castigo que cayó sobre su libertador. Aquella liberación supondría una condena para él.
En el pueblo todos dicen que Felipe es capaz de hablar con los pájaros, en especial con los ruiseñores.
—Eran volanderos, sí señor—recalca Felipe—, tendría que haberlos visto, allí atados. Son los pájaros más inteligentes que hay. Tienen mucho conocimiento, ¿sabe usted?—. A todo el que pregunta, le cuenta entusiasmado la misma historia.
A Felipe le sobraría vida si no pudiera hablar de ellos. La frente se le llena de arrugas que, al estirarse, se apoyan sobre sus cejas blancas. Sin darse cuenta, a cada poco, se lleva la mano a su ojo derecho, entrecerrado y recorrido por una abultada cicatriz. Cada vez que llegan forasteros, algunos fines de semana, Felipe merodea hasta la casa de alquiler para entablar conversación. A las tres frases salen sus ruiseñores.
En el pueblo nadie quiso hablar de lo ocurrido. Felipe sentía que a él le miraban de otra manera, como se mira a un culpable. Hoy a lo mejor entenderá el porqué.
El alba asoma y es hora de regresar a casa. Cruza la plaza sin poder librarse de esa bandada de recuerdos que le persiguen —un rumor que anoche a penas le dejó oír el canto de los ruiseñores—. En el bar ya hay luz, pero pasa de largo: hoy no va a tomarse el café. Felipe sabe que seguramente Tino acabaría por preguntarle si va asistir al entierro de Amadeo, pero aún no tiene una respuesta. La que se ha pasado toda la noche buscando, hasta que a las cinco no aguantó más y salió a pasear.
Ese viejo estúpido, y mal nacido, da guerra incluso después de muerto. Con cada paso resuenan las palabras de su madre: “si el ruiseñor canta en un entierro es que alguien muy cercano no ha perdonado al difunto”.
Cuando enterraron a su madre, Felipe no pudo ir a despedirla. Aquella mañana, antes de salir para el cementerio, se desplomó en la puerta de casa. No se despertaba. Una ambulancia se lo llevó a la ciudad. Estuvo cinco días ingresado en el hospital por una subida de tensión que casi se convierte en un infarto.
Tino —el del bar— le contó a Felipe que Amadeo había venido de la ciudad para asistir al entierro de su madre; hacía años que se había marchado, así que a muchos les sorprendió verle de nuevo. Fue la última vez que Amadeo apareció por el pueblo, se dice incluso que ya vendió su casa. Tino también le contó a Felipe que Amadeo se quedó hasta el final, y que dejó una gran corona de flores. Había tantos ramos que hubo que ocupar el hueco de al lado, una tumba vacía, la inevitable compañía de una madre soltera.
Tino fue la única visita que Felipe recibió en el hospital. La enfermera finalmente le permitió dormir con la ventana abierta; debió de pensar que no era más que una cabezonería de un viejo demente y solo. En aquella habitación, por las noches, los ruiseñores siguieron cantando para él. Los médicos recomendaron prudencia con las emociones fuertes; así que Tino accedió a hablarle, muy poco a poco, sobre el entierro de su madre. Dos frases por día, sin incluir la palabra “madre”. Tino es un hombre muy disciplinado; tuvieron que pasar varias semanas hasta que Felipe conoció una crónica completa de aquella fecha triste. El día que averiguó que, al hacerse mayor, las certezas se van quedando en el camino. Tras la muerte de su madre, se le fueron casi todas. Todas, menos la que hoy le espera en el entierro de Amadeo, o la que su madre no fue capaz de confesarle la tarde que llegó sangrando del corral.
Felipe había entrado en casa tambaleándose, con el rostro ensangrentado y la hierbabuena en un puño. Mientras su madre le curaba, él sonreía al acordarse de los ruiseñores volando y piando juntos. Contaba lo que había pasado sin poder evitar que la emoción le estrangulara la voz de vez en cuando, convirtiéndola en un silbido fino y tembloroso. Su madre le agarró la cara con las dos manos, sin decirle nada, mientras el puño del muchacho se aflojaba, dejando escapar algunas hojas de hierbabuena. Ella no quiso llorar delante del chico, aunque Felipe la escucharía durante las tres noches siguientes. Amparo le lavó la boca y guardó el último diente de leche que le quedaba. Le recorrió el pelo con una caricia infinita y después le estampó un sonoro beso en la mejilla; a Felipe le pareció que su madre entera se hacía sonrisa.
—Estoy muy orgullosa de ti. Has hecho lo que debías hacer, hijo mío— le dijo a Felipe.
Desde entonces, su madre le prohibió acercarse al vecino, y menos hablar de él. Hasta tuvo que variar el camino a la escuela para no pasar por la calle donde vivía. No hubo ni preguntas ni respuestas. Nunca jamás se volvió a recordar aquello en esa casa. Ese suceso trajo de nuevo el silencio, el mismo que agujereó a Felipe la primera vez que preguntó por su padre. Un silencio que ha seguido con él a lo largo de los años.
Ya queda poco para llegar al cementerio; Felipe lo sabe por los cipreses, asoman al final de la loma. Camina despacio, mirando el cielo. Recordar la caricia de su madre aquel día, después de liberar a los ruiseñores, le hace brotar una profunda sonrisa. Sus dedos rocosos y torcidos palpan sobre su ceja. Tampoco se le ha olvidado la paliza que le dio su vecino tras la liberación de los polluelos. Amadeo iba a cumplir los veintisiete y estaba tan fuerte como resentido, tanto como para ensañarse a golpes con un chiquillo de once años. No hubo manera de defenderse. A la primera le acertó con el palo en mitad de la ceja, pegándole con el ansia del que te marcará la vida. Pero no fue a causa de los golpes como nació su cicatriz más profunda, la que todavía hoy arruga el rostro de Felipe. Esa cicatriz le acompañaba ya desde su primer segundo en la tierra.
Parado junto a la entrada del cementerio, el viejo alcanza a ver la comitiva funeraria. Le parece reconocer a Tino, en primera fila. Felipe atraviesa el portón de hierro y se para en seco. Ya están bajando el ataúd. Su mirada se cuela entre los asistentes, haciéndose sitio entre las espaldas negras. Es ahí cuando lo descubre, cuando un lento negar con la cabeza lucha contra lo que no quiere creer. Sus pies se hunden en la arena, su cara es la irremediable expresión de lo que termina. El ataúd ya suena a tierra mojada, la de las profundidades, la que enterrará su certeza más profunda.
Felipe acaba de descubrir quién ocupará el hueco que quedaba junto a la tumba de su madre. Un descubrimiento que le vacía por dentro; otra puñalada más del cuchillo de la verdad, la que también le asestó la afilada certeza de que su padre no iba a volver nunca. En la funeraria se habían negado a decirle quién era el propietario de esa tumba; sólo le dijeron que ya tenía dueño. Un cheque puntual que llegaba, hacía años, en envío certificado desde la capital. Alguien se le había adelantado reclamando un lugar en la muerte que quizás en vida no pudo ocupar. Felipe siempre tuvo la esperanza de que fuese el bueno de Tino, o incluso Eladio “el carnicero”, o cualquier otro hombre sin rostro. Cualquiera menos ese mal nacido.
Las últimas paladas de tierra cubren de oscuridad el ataúd. Felipe recula con paso derrotado mientras se seca las lágrimas con la manga de la chaqueta. Se da media vuelta y sale del cementerio.
Desde lo alto del camino, el pueblo es una mancha más en el paisaje. Al bajar se cruza con un pequeño bando de pájaros que se desliza en dirección contraria. Felipe ni siquiera vuelve la cabeza: son ruiseñores; están sobrevolando el cementerio.
Continúa su paso, lento como su cojera, arrastrando los pies como si ya no le quedaran fuerzas para llegar al final del camino. Sin apenas mover los labios, Felipe asiente con la cabeza y susurra para sí:
— Si el ruiseñor canta en un entierro —hace una pausa— es que alguien muy cercano no ha perdonado al difunto—.
Mientras tanto, en un instante interminable, los ruiseñores se van alineando sobre el muro del cementerio. Incluso el silencio parece esperar el momento.
domingo, 25 de abril de 2010
A ver quién se anima...
Una historia, un personaje, un escenario y una acción en cien palabras. El desafío de escribir un microrrelato te obliga a dar más por menos, más con menos. La Cadena SER y Escuela de Escritores recompensan tu ingenio y tu creatividad con un premio a la altura del reto: 6.000 euros para el mejor microcuento. ¿El concurso literario en lengua castellana con mayor dotación... por palabra?
Haz clic aquí para enviar tu microrrelato:
http://www.escueladeescritores.com/concurso-cadena-ser#participar
La ganadora y los finalistas de la semana anterior fueron los siguientes:
Ganador del 22/04, semana 25
Autor: Rosa Pastor Carballo
La consulta
La de los días de lluvia era gris, la de los de sol amarilla. Desde hacia tiempo sufría constantes cambios de color, pero pensamos que terminaría adaptándose a la luz. No ocurrió así y la llevamos al médico. Nada más entrar se volvió blanca como la bata del médico. Esta niña sufre síndrome cromático —dijo el médico, y le recetó unas cataplasmas rojas que causaron un efecto desastroso. Difuminada y borrosa estuvimos a punto de perderla, hasta que decidimos volver a colgarla en la pared.
Finalistas del 22/04, semana 25
Autor: Victoria Trigo Bello
Mala racha
martes, 20 de abril de 2010
Vida bajo tierra - relato (Javi)
A ver si me he enterado con lo del cambio de día... Hoy ya se pueden colgar cosas, ¿no?
Bueno, pues como esta semana no tenemos consigna y además necesito vuestra ayuda, cuelgo un texto propio para entrar en taller. Creo que Graciela es la única que ha leído la versión anterior. He preferido colgarlo con tiempo —se supone que 'el cuelgue' está abierto hasta el sábado—, para que tengáis tiempo de leerlo (el que pueda y le apetezca). Al ser un texto más largo, imagino que va por fascículos, ¿no profe?
Cualquier comentario, sugerencia, corrección, o lo que sea, será muy gratamente recibido.
Saludos,
Javi
lunes, 19 de abril de 2010
Extrañamientos
"...de modo que [siendo muy pequeña, mientras tenía que entretenerme a solas y en silencio, de seis a ocho de la mañana, hasta que mi madre se levantaba] colocaba mi pequeño cojín en el umbral y jugaba a l-msaria b-lglass (el paseo sentado), un juego que me inventé entonces y que todavía hoy me resulta extremadamente útil. Para jugar solo se necesitan tres cosas: la primera es permanecer quieto en el mismo sitio; la segunda es tener un lugar donde sentarse, y la tercera es hallarse en un estado de ánimo humilde para aceptar que nuestro tiempo carece de valor. El juego consiste en contemplar el territorio familiar como si fuera ajeno a uno".
Una cita de George Steiner
El habla humana no puede prescindir de la falsedad. Es posible que ésta surgiera de las necesidades de la ficción, de la multiforme necesidad de “decir lo que no es” (...). Nuestros subjuntivos, nuestros condicionales, nuestros futuros, las claúsulas con “si” de nuestras gramáticas hacen posible una contrafactualidad indispensable, radicalmente humana. Nos permiten alterar, remodelar, fantasear (...). Son ensoñaciones que conceden libertad a la conciencia, que nos facultan para expresar con palabras el tiempo que hará la mañana del lunes posterior a nuestro propio entierro.
sábado, 17 de abril de 2010
Catalogando miedos
a) El miedo castrante: ¿qué van a pensar mis famliares y amigos si yo llego
a publicar algo?
b) El miedo escénico: yo no estoy, de ningún modo, en el mismo nivel que tal o cual escritor
y seguía con cuatro más.
¿Qué más miedos se pueden catalogar por ahí? ¿Se animan ustedes a catalogar los suyos?
viernes, 16 de abril de 2010
Importante: cambio de día
Amigos:
Por otro taller que se me superpone los días viernes, me veo obligada a cambiar el horario de las entregas de este. A partir de esta semana, mandaré comentarios, consignas y cromos los lunes (hoy alcancé a revisar el relato de Celsa; por la noche colgaré la consigna de escritura para que tengan tiempo de responderla, pero por lo demás deberán esperar hasta el lunes). Para los textos de ustedes, entonces, el día de "cuelgue" será hasta el sábado por la noche; sus comentarios, por favor, no antes del doomingo, para no influirse unos a otros.
Les pido mil disculpas, y cuento de antemano con su comprensión.
¡Muchas gracias!
Escrituralia: Rebelión
El relato me gustó mucho, mucho, y me alegro de que una de las imágenes te haya servido para un texto imaginativo y vívido.
Verás más abajo que, salvo el primer señalamiento, todos los demás son relativos a detalles de estilo, nada estructural. Por eso, que no te apabulle la cantidad. Como no sé si traerás al blog una versión nueva, prefiero señalarte al mismo tiempo lo que veo, que, como dije, son detalles menores: apenas lunares, en un cuento de muy buena piel :-). Creo que es un micro con muy bien potencial como para que continúes la corrección a partir de lo que podamos comentarte.
Bueno, van, entonces, mis sugerencias.
REBELION
Tras cuatro días soportando su hedor, por fin lo han encontrado. Varios policías deambulan ahora por la casa buscando pistas que jamás hallarán. Uno de ellos se ha parado frente a mi jaula, me ha llenado los cuencos con alpiste y agua y ahora me observa con atención. Si habláramos el mismo lenguaje yo podría contarle lo ocurrido desde el inicio de la maldita novela [por inicio de la novela se entiende las palabras con la que empieza la historia escrita en la novela. Me pregunto si es eso a lo que te referís. O cierto es que no retomás esta posible punta que se te abre aquí, y es que la historia dos (la del interior del libro) interactúe con la historia uno (la del escritor). Me refiero a que sí intervienen las letras del libro, pero no la historia que cuenta. Hablás del inicio pero no del desarrollo o del desenlace, ¿lo ves? O quizás, solo querías referirte, con aquello de inicio de la novela, a lo ocurrido desde que el ejemplar llegó a la casa]. Soy el único ser que convivió con el escritor hasta su muerte. A mi pesar, ¿cómo podría escaparme de estos barrotes?
Buscarán y buscarán y jamás podrán imaginar que las culpables, las asesinas, fueron ellas. Pero [yo cambiaría de sitio este pero, ya que se opone solo a “podrán imaginar” y no a que ellas son las culpables o a que no las verán. Yo diría: …fueron ellas. Las tienen frente a los ojos pero no las verán. Son mucho más astutas etc.] las tienen frente a los ojos y no las verán. Son mucho más astutas que ellos.
Durante los dos últimos años fui testigo de cientos de disputas entre ellas y el escritor. Los arrebatos de él rompiendo folios cuando las muy rebeldes se empeñaban en trastocar la historia que él les había trazado. Hasta que por fin consiguió doblegarlas. Su mejor obra —dijeron los medios de comunicación—, “Encarceladas” ha sido su obra más lograda. [te propongo algo más sintético: Hasta que por fin consiguió doblegarlas: “Encarceladas”, dijeron los críticos, ha sido su obra más lograda.]
Todo comenzó la tarde que el escritor volvió a casa con el libro recién salido de la imprenta, apretado contra el pecho. Acarició el lomo, lo abrió [ojo: no abrió el lomo sino el libro, pero como el último sustantivo al que el pronombre puede hacer referencia es “lomo”, chirría un poco. Mejor: Acarició el lomo, abrió el volumen] por varias páginas [mejor: “por la mitad” o, si lo abrió más de una vez, “por varios sitios” porque luego deberás repetir “páginas”. Y, a mi gusto, mejor aún: “lo abrió por un capítulo cualquiera”] y aspiró el olor de la tinta con los ojos cerrados. Repasó con el índice el título plateado de la portada y finalmente lo colocó en la estantería [parecido a lo de antes. Si lo dejás así, lo que colocó en la estantería fue el título y no el libro. Fijate, en cambio algo como: Acarició el lomo, abrió el volumen por un capítulo cualquiera, aspiró el olor de la tinta con los ojos cerrados y (o coma) repasó con el índice el título plateado de la portada.
Finalmente, colocó el texto en la estantería etc.]
junto a sus otras cinco creaciones. Se alejó unos pasos y contempló toda su obra [¿qué tal junto a sus primeras dos novelas y sus tres poemarios? No solo porque lo concreto es más fácil de ver, sino porque luego podrías agregar un más rotundo: Contempló su obra completa] con una sonrisa tímida. Luego él se fue al cuarto de baño y allí me quedé yo [mejor: y yo me quedé allí, porque la oposición “pide” el mismo orden de las frases], contemplando también [más exacto “a mi vez” en lugar de “también”, porque el autor no se quedó contemplando al inquilino en ese momento] al nuevo inquilino.
En ello estaba cuando el libro comenzó a removerse, como [ojo: te señalaré repetición de “comos”, ya que resta efectividad. No solo por la repetición cacofónica, sino sobre todo porque estos símiles resultan explicativos. Creo que sería más potente describir uno o dos detalles del movimiento, por ejemplo, dejando que en la mente del lector se “dibuje” algo con vida propia, sin explicitar el símil] si algo en su interior tuviera vida propia. Minutos más tarde vi cómo [coincido con Javi: no hace falta que el pajarito señale que ve. Al narrar los sucesos, se sobrentiende que fue testigo de ellos] el tomo hacía equilibrios al borde de la estantería hasta caer abierto al suelo. Las hojas, con grandes espacios en blanco, se agitaban como [este podés dejarlo porque, a diferencia del primero, no interpreta la realidad: el libro no se mueve por el viento] si el viento las zarandease. Sus líneas se iban desordenando y las letras comenzaban a formar pequeños grupos.
Allí [¿No creés que es mejor “así”?] lo encontró el escritor cuando volvió media hora más tarde, recién bañado y con el pijama puesto [te sugiero distribuir mejor los circunstanciales de modo, para que no se apelotonen los tres detrás del verbo: Así lo encontró el escritor, media hora más tarde, cuando volvió recién bañado y con el pijama puesto]. Miró en derredor como buscando la causa [este, de nuevo, es explicativo: mejor, describí la velocidad del giro de cabeza o el desconcierto en la expresión o el rasgo del movimiento que hizo el personaje que te parezca más adecuado, y dejá la interpretación a cargo del lector], lo recogió y lo cerró sin percatarse del desorden que había comenzado en su interior. Cuando fue a colocarlo en su sitio se dio cuenta de que no cabía; [punto y coma o punto, pero no coma] era como si el libro se hubiera hinchado por dentro [quizás: ...no cabía; parecía haber crecido o haberse hinchado por dentro]. Entonces el hombre [es obligatorio reponer el sujeto, ya que el de la última frase, en el original y en mi sugerencia, es “el libro”] apretó fuertemente sus pastas e intentó encajarlo de nuevo entre los otros tomos [mejor: pastas y de nuevo intentó encajarlo etc. Dos motivos: conviene dejar ese “de nuevo” lo más cerca posible del verbo que modifica realmente, y ese es “intentó”, porque lo que se repite es el intento por encajarlo y no el encajarlo. El otro motivo es fónico y bastante más subjetivo: creo que es más grato al oído el “y” que el “e”] Imposible. Agotado, [coma obligatoria] se sentó en su sillón y lo abrió [de nuevo: no abrió el sillón, sino el libro, así que: …se sentó en su sillón y abrió el texto/el libro/el volumen/la novela/etc.] por la primera página. Los dos vimos [aquí me parece útil el señalamiento] entonces, estupefactos, cómo [con acento] las letras, ordenadas como soldados [te sugiero, en lugar de esto: las letras, sin desordenarse, avanzaban… o las letras, conservando un orden absoluto o las letras, en el mismo orden en que aparecían en el papel, avanzaban hacia el borde inferior] avanzaban hacia el borde inferior del papel. El escritor se limpió el sudor que empezaba a perlar su frente [“perlar su frente” es una metáfora cristalizada. Podés usar el sencillo humedecer su frente o, mejor aun, se limpió el sudor de la frente / se pasó un pañuelo por la frente/ etc.] y contempló boquiabierto el desfile del pequeño ejército. Tan absorto estaba que no se dio cuenta de la avanzadilla que, [corrijo sitio de la coma] procedente de las páginas finales, comenzaba [corrijo número del verbo. De paso, fijate que este verbo se repite más veces. Corregí alguna] a trepar por encima de su manga. Las vi llegar a su cuello [mejor: Llegaron a su cuello. Soltó el libro.]y cómo él soltó el libro. Tosiendo sin parar se fue [sin duda, mejor sin “se” y mejor aún: caminó] hacia la ventana e intentó abrirla [mejor: y trató de abrirla o y se esforzó por abrirla. Evita repetición de “intentar y uso de “e”] pero sus manos, completamente tapadas [errata, aunque quizás sea mejor “cubiertas”] de letras, y rígidas como una escayola, [coma obligatoria] no pudieron [mejor: no lo consiguieron, porque ese pudieron está pidiendo a gritos un complemento directo: pudieron ¿qué?]. Se dirigió entonces a la puerta pero sus piernas parecían no obedecerle [o se dirigió o sus piernas parecían no obedecerle, pero no ambas a la vez. De paso que eliminás la contradicción lógica, aquí sería vital describir la manera de caminar de él para que veamos (y sintamos) la naturaleza del obstáculo. No sabemos si es que cojea, si arrastra los pies, si directamente se clavó al piso, etc.], como [este símil aporta poco, porque hay varias maneras en que un peso nos puede impedir avanzar. Describí la vena del cuello o los cambios de color en su piel o los músculos tensos o…] si un gran peso les impidiera avanzar. Terminó en el suelo, arrastrándose retorcido como [yo suprimiría este símil a favor de una descripción basada sobre todo en verbos: Terminó en el suelo, retorciéndose, arrastrándose apenas, por ejemplo] una serpiente. Vi el esfuerzo en sus ojos [este inicio de frase, para mí, sobra: lo de esfuerzo resulta explicativo, y lo de ver no es necesario aquí. Yo arrancaría con Intentó gritar entre etc. Lo de la lava negra que ya anegaba la boca es muuuuuuuy expresivo. Genial] cuando intentó gritar entre aquella lava negra que ya anegaba su boca. El pequeño ejército continuó su avance imparable, colándose por nariz y oídos [bueno, aquí te voy a proponer aumentar el suspenso con un truco sencillo: poner punto. Eso provoca una mínima pausa que acelera las ganas de continuar leyendo —como en cualquier seducción, los silencios, las pausas, las interrupciones breves, son más potentes que el movimiento continuo. Después del punto, dilatar aún más la “descarga” para que la intriga crezca más; no demasiado, para que le lector no llegue a impacientarse, pero no poco, para que el efecto se sienta. Bueh, algo como: El pequeño ejército continuó su avance imparable, colándose por nariz y oídos. Una a una, vocal y consonante, consonante y vocal, fueron metiéndosele en el cuerpo. Pronto no quedó una sola letra en el libro. Una hora más tarde el escritor dejó de moverse (esa oración final está genial)] hasta que no quedó una sola letra en el libro. Una hora más tarde el escritor dejó de moverse.
Seguí observando [esto sobra, y más cuando abajo se repite en “el policía me sigue observando"] y mi estupefacción llegó al límite cuando las vi abandonar [acuerdo con Javi: cuando abandonaron] el cuerpo del escritor a través de los mismos orificios por donde lo habían tomado. Como hormigas en formación [si este fuese el único símil, yo lo dejaría, pero eliminando “en formación”, que se sobrentiende], fueron entrando de nuevo al libro y ordenándose en perfectas líneas hasta rellenar todas sus páginas [Ordenado está repetido. ¿Qué tal ubicándose en líneas, horizontales y rectas, hasta rellenar todas sus páginas?].
¿Qué historia contarán ahora?
El policía me sigue observando y yo sigo aquí encerrado, sin poder explicar el misterio. Misterio que podría descifrar [¿qué tal misterio que descifraría si etc. y nos ahorramos un poder?] si me abriera la jaula. Pero, [coma obligatoria] claro, eso es algo que ni siquiera se le pasará por la imaginación.
miércoles, 14 de abril de 2010
Rebelión
Este texto está inspirado en una de las imágenes de la propuesta de los misterios del Sr. BURDICK, en concreto de la titulada: “La biblioteca del Sr. Linden”
REBELION
Tras cuatro días soportando su hedor, por fin lo han encontrado. Varios policías deambulan ahora por la casa buscando pistas que jamás hallarán. Uno de ellos se ha parado frente a mi jaula, me ha llenado los cuencos con alpiste y agua y ahora me observa con atención. Si habláramos el mismo lenguaje yo podría contarle lo ocurrido desde el inicio de la maldita novela. Soy el único ser que convivió con el escritor hasta su muerte. A mi pesar, ¿cómo podría escaparme de estos barrotes?(Resto del texto suprimido para la lectura pública para respetar derechos de autor)
viernes, 9 de abril de 2010
Yapas
Los relatos que se inician a partir de alguna yapita buscan que se los continúe. Dénles el gusto. Y, si tienen ganas, luego vienen y nos los muestran, ¿bueno?
"El extrañamiento se parece con frecuencia a la adivinanza: también mueve de su sitio las características del objeto." Victor Šklovskij
Hace unos días, encontraron en el blog una "yapa" con poemas. Les di este ejercicio como pie, entre otras cosas, para reflexionar acerca de las adivinanzas. Ustedes debían pensar títulos posibles, lo que se planteaba como una adivinanza —de paso, notemos que "adivinar", tanto en este ejercicio como en el clásico juego para niños, es en realidad "deducir", por lo que las adivinanzas deberían llamarse... ¿"deductanzas"?—.
Ocurre que, tal como plantea Gianni Rodari —se lo probaré después de un pequeño rodeo—, las adivinanzas tienen mucha relación con el extrañamiento. Para quienes ya estén preguntándose con qué se come aquello, les cuento que le debemos la idea a los formalistas rusos.
Al definir las técnicas utilizadas por los escritores para producir efectos específicos, Viktor Shklovsky, en su obra El arte como recurso, aportó el concepto de desvío o extrañamiento. Sostenía que la cotidianidad hacía que se "perdiera la frescura de nuestra percepción de los objetos", hacía de todo algo automatizado. Como salvador de ese medio alienado por la automatización, hace entrada triunfal el arte. Su técnica de salvación consistiría en hacer extraños los objetos, "crear formas complicadas, incrementar la dificultad y la extensión de la percepción, ya que, en estética, el proceso de percepción es un fin en sí mismo y, por lo tanto, debe prolongarse". Como se ve, el extrañamiento no afecta a la percepción, sino a la presentación de la percepción. De ahí que, en nuestra formación como escritores, tanta importancia le damos no ya a la percepción (proceso más o menos fisiológico) sino a la observación: a la capacidad de disponernos para percibir aspectos menos habituales de las cosas y al talento para presentar esa percepción en un texto.
Shklovsky crea el concepto de desautomatización como mecanismo de creación de la literariedad en el lenguaje: es la ruptura de automaticidad de la percepción, el extrañamiento ante lo no conocido, por lo que hay una ruptura del vínculo significante-significado. Un proceso de desautomatización es la metáfora, porque debemos realizar un proceso de comprensión para alcanzar el verdadero significado de esas palabras metafóricas, al haberlas privado de una relación directa. Así pues, una obra es literaria no por su cantidad de metáforas, sino por la desautomatización que comportan esas metáforas. Buscan una manera de presentar las cosas como nunca vistas, singularizándolas, sacándolas de contexto para hacerlas llamativas. Recordarán, seguramente, las "Instrucciones para subir una escalera" de Julio Cortázar: en ellas, llama la atención la nueva perspectiva, una nueva mirada sobre algo tan común y automático.
En uno de sus textos teóricos, "El sentimiento de lo fantástico", dice Cortázar: "Ese sentimiento de lo fantástico, como me gusta llamarle, porque creo que es sobre todo un sentimiento e incluso un poco visceral, ese sentimiento me acompaña a mí desde el comienzo de mi vida, desde muy pequeño, antes, mucho antes de comenzar a escribir, me negué a aceptar la realidad tal como pretendían imponérmela y explicármela mis padres y mis maestros. Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante.
Ese sentimiento, que creo que se refleja en la mayoría de mis cuentos, podríamos calificarlo de extrañamiento; en cualquier momento les puede suceder a ustedes, les habrá sucedido, a mí me sucede todo el tiempo, en cualquier momento que podemos calificar de prosaico, en la cama, en el ómnibus, bajo la ducha, hablando, caminando o leyendo, hay como pequeños paréntesis en esa realidad y es por ahí, donde una sensibilidad preparada a ese tipo de experiencias siente la presencia de algo diferente, siente, en otras palabras, lo que podemos llamar lo fantástico. Eso no es ninguna cosa excepcional, para gente dotada de sensibilidad para lo fantástico, ese sentimiento, ese extrañamiento, está ahí, a cada paso, vuelvo a decirlo, en cualquier momento y consiste sobre todo en el hecho de que las pautas de la lógica, de la causalidad del tiempo, del espacio, todo lo que nuestra inteligencia acepta desde Aristóteles como inamovible, seguro y tranquilizado se ve bruscamente sacudido, como conmovido, por una especie de, de viento interior, que los desplaza y que los hace cambiar."
Muchos escritores han aludido de una u otra forma al extrañamiento. En el seminario que dio en la Menénez y Pelayo, Millás hacía hincapié en que, sin extrañarse de la realidad, no había escritura posible: si uno se halla cómodo en su mundo, si nada le causa una extrañeza que lo mueva a cuestionar las normas de su realidad, será mejor que se dedique a otra cosa.
Recuerdo ahora a algún otro escritor —no me pregunten quién— que aseguraba que escribía mejor antes de bañarse y en ayunas. Tal vez porque de esa manera entraba más fácilmente en la órbita del extrañamiento: antes del diario contacto con nuestro cuerpo, puede sernos más ajeno; antes de comer, estamos menos satisfechos con el mundo y con nosotros mismos. Y vuelvo así a las adivinanzas, porque, en rigor, tratándose de extranamiento nunca nos alejamos de ellas.
¿Cómo se construye una adivinanza?
Tres son los pasos —según Gianni Rodari, otro que aprovechó muy bien las enseñanzas de los formalistas rusos— para llegar a la formulación de una adivinanza:
- el extrañamiento, momento en el que hay que definir, de forma esquemática y aproximada, el objeto que la adivinanza esconde, y que se debe contemplar prescindiendo de su contexto significativo habitual;
- la asociación, momento en que, gracias a la analogía, pueden establecerse comparaciones a partir de cualquiera de las características del objeto en cuestión;
- y la metáfora, momento en el que el objeto, redefinido a través del lenguaje figurado, queda convertido en algo misterioso capaz de desafiar a la imaginación.
En cada una de las metáforas que nos fascinan, late una adivinanza.
En cada adivinanza, palpita el extrañarse de un trocito de realidad.
O nos damos permiso para la asociación creativa —para el riesgo de la sorpresa, para asomarnos a mundos extraños que habitan dentro de nosotros— o mantenemos la ilusión de una realidad sin incógnitas, sin fisuras... y sin adivianzas.
Respuestas para "Jugá(te) a titular estos poemas"
Stephen Dunne, "El violador";
Nicolás Guillén, "El reloj" y "Ku Klux Klan";
Sylvia Plath, "Espejo";
Eliseo Diego, "La baraja";
y Hernán La Greca, "Flash".
En relación con esto, una posibilidad es releerlos y ver si cobran nuevos significados a la luz de los títulos originales. Otra, para considerar, es la del título como instancia de creación. Dice Hemingway: "El título viene después de haber terminado el relato o el libro. Hago una lista de títulos, a veces son más de cien. Después empiezo a eliminarlos, y a veces los elimino a todos."
Esperanza número equivocado, de Elena Poniatowska
A veces Diana se pregunta por qué no se habrá casado Esperanza. Tiene un rostro agradable, los ojos negros muy hundidos, un leve bigotito y una patita chueca. La sonrisa siempre en flor. Es bonita y se baña diario.
Ha cursado cien novios: “No le vaya a pasar lo que a mí, ¡que de tantos me quedé sin ninguno!”. Ella cuenta: “Uno era decente, un señor ingeniero, fíjese usted. Nos sentábamos el uno al lado del otro en una banca del parque y a mí me daba vergüenza decirle que era criada y me quede silencia”.
Conoció al ingeniero por un “equivocado”. Su afición al teléfono la llevaba a entablar largas conversaciones. “no señor, está usted equivocado. Esta no es la familia que usted busca, pero ojalá y fuera”. “Carnicería ‘La Fortuna'” “No, es una casa particular pero qué fortuna…” Todavía hoy, a los cuarenta y ocho años, sigue al acecho de los equivocados. Corre al teléfono con una alegría expectante: “Caballero yo no soy Laura Martínez, soy Esperanza…” Y a la vez siguiente: “Mi nombre es otro, pero en ¿qué puedo servirle?” ¡Cuánto correo del corazón! Cuántos “Nos vemos en la puerta del cine Encanto. Voy a llevar un vestido verde y un moño rojo en la cabeza”… ¡Cuántas citas fallidas! ¡Cuántas idas a la esquina a ver partir las esperanzas! Cuántos: “¡Ya me colgaron!” Pero Esperanza se rehace pronto y tres o cuatro días después, allí está nuevamente en servicio dándole vuelta al disco, metiendo el dedo en todos los números, componiendo cifras al azar a ver si de pronto alguien le contesta y le dice como Pedro Infante: “¿Quiere usted casarse conmigo?” Compostura, estropicio, teléfono descompuesto, 02, 04, mala manera de descolgarse por la vida, como una araña que se va hasta el fondo del abismo colgada del hilo del teléfono. Y otra vez a darle a esa negra carátula de reloj donde marcamos puras horas falsas, puros: “Voy a pedir permiso”, puros: “Es que la señora no me deja…”, puros: “¿Qué de qué?” porque Esperanza no atina y ya le está dando el cuarto para las doce.
Un día el ingeniero equivocado llevó a Esperanza al cine, y le dijo en lo oscuro: “Oiga señorita, ¿le gusta la natación?” Y le puso la mano en el pecho. Tomada por sorpresa, Esperanza respondió: “Pues mire usted ingeniero, ultimadamente y viéndolo bien, a mí me gusta mi leche sin nata”. Y le quitó la mano.
Durante treinta años, los mejores de su vida, Esperanza ha trabajado de recamarera. Sólo un domingo por semana puede asomarse a la vida de la calle, a ver a aquella gente que tiene “su” casa y “su” ir y venir.
Ahora ya de grande y como le dicen tanto que es de la familia, se ha endurecido. Con su abrigo de piel de nutria heredado de la señora y su collar de perlas auténticas, regalo del señor, Esperanza mangonea a las demás y se ha instituido en la única detentadora de la bocina. Sin embargo, su voz ya no suena como campana en el bosque y en su último “equivocado” pareció encogerse, sentirse a punto de desaparecer, infinitamente pequeña, malquerida, y, respondió modulando dulcemente las palabras: “No señor, no, yo no soy Isabel Sánchez, y por favor, se me va a ir usted mucho a la chingada”.
en De noche vienes , Ed. Grijalbo, 1979, México, pp. 31- 36.
Recorrido:
- ¿Te gustó este relato? ¿Por qué?
- Comentános algún elemento de la historia que no se mencione explícitamente, pero al que se aluda con sutileza.
- ¿Notás algún cambio de perspectiva (punto de vista) entre los diversos modos que usa el narrador para presentarnos a Esperanza?
Catarsis
Recrear el pasado es volver a pasarlo por el corazón: re-cord-arlo. Pero en ese tránsito, el pasado se vuelve otro, extraño, ofreciéndome una versión diferente de la que construyó aquella vez. Tal vez, este pasaje sea el que produzca el corte en el cordón umbilical y permita que el recuerdo y mi texto respiren. Un pasaje, en fin, que es a la vez billete para el mejor de los viajes.
Consigna para esta semana
A continuación, imaginen en una naranja. Vamos a intentar percibirla a través de los cinco sentidos:
- Vista. Piensen en la apariencia externa de la naranja. Vean su color, su forma, su tamaño, deténganse a mirar su piel. Fíjense en los detalles. También en el aspecto de la naranja por dentro, cómo es el interior de la cáscara y cómo es la naranja en sí.
- Oído. Recreen el ruido al quitar la cáscara de la naranja y luego en el de la separación de los gajos. Deténganse también en el leve ruido que se produce al morder los gajos.
- Olfato. Traigan a la memoria el aroma sutil que desprende la fruta antes de ser pelada, y después el olor más intenso cuando es partida. Traten de captar el aroma de un zumo.
- Gusto. Paladeen su sabor, antes y después de ser mordida. Recuerden también el sabor del zumo y el de un caramelo. ¿Perciben diferencias entre los sabores?
- Tacto. Palpen la cáscara y noten la diferencia entre el interior y el exterior. Presten atención también al tacto de los gajos, a la delicada fina capa de la piel. Sientan el contacto de los gajos con los labios.
Ahora, abran los ojos. ¿Con qué otra cosa asocian los ruidos que oyeron en su imaginación, las asperezas o suavidades que tocaron, la gorma o el color que percibieron? ¿Qué otro objeto se le parece en alguna de las cualidades que notaron?
Jueguen con las analogías, por disparatadas que parezcan al principio.
Y ahora, ¿se animan a buscar alguna metáfora para la naranja? ¿Alguna adivinanza?
martes, 6 de abril de 2010
Primeras líneas de un relato (para completar y continuar)
"Hay algunas historias que, en verdad, parecen no tener principio. Para esta, cada uno de los [completar con un adjetivo] pobladores ha inventado un punto de partida diferente."
Jugá[te] a titular estos poemas
Soy el hombre agachado detrás de un arbusto
que se sienta a su escritorio.
Jamás me prenderán. Todas mis víctimas
tienen un modo de desaparecer.
No importa qué sexo tengas,
tú serás el próximo.
Te sentarás junto a mí
en un concierto ejecutado en el bosque.
Si te mirara en el subterráneo,
no desviarías los ojos.
Soy pequeño, engañoso,
como este poema
que ya está dentro de ti.
Stephen Dunn (Nueva York, 1939)
Quiróptero
de una paciencia extraordinaria
no exenta de crueldad,
sobre todo
con los ajedrecistas y los novios.
Sin embargo,
es cordial a las 3 menos ¼
tanto como a las 9 y 15, los únicos momentos
en que estaría dispuesto a darnos un abrazo.
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Este cuadrúpedo procede
de Joplin, Misurí.
Carnicero.
Aúlla largamente en la noche
sin su dieta habitual de negro asado.
Acabará por sucumbir.
Un problema (insoluble) alimentarlo.
Nicolás Guillén (1902-1989)
Soy plateado y exacto. No tengo preconceptos.
Lo que quiera que veo lo trago de inmediato
justo como es, no empañado por amor o desagrado.
No soy cruel, sólo veraz –
el ojo de un pequeño dios, de cuatro esquinas.
Lo más del tiempo medito sobre la pared opuesta.
Es rosa, con manchas. La he mirado tanto
que pienso es una parte de mi corazón. Pero vacila.
Rostros y oscuridad nos separan una vez y otra.
Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí,
buscando mis alcances por lo que ella es realmente.
Luego se vuelve a esas mentirosas, las velas o la luna.
Veo su espalda, y la reflejo fielmente.
Me recompensa con lágrimas y una agitación de manos.
Soy importante para ella. Viene y va.
Cada mañana es su cara que reemplaza a la oscuridad.
En mí ella ha ahogado una niña, y en mí una vieja
se levanta hacia ella día tras día, como un pez terrible.
Sylvia Plath (1932-1963)
Salta el rey, y los bastos cerrados
lo acometen brutales. Los oros
van huyendo en la vasta llanura.
Y ha caído la sota funesta
junto al buen caballero. La parda
extensión se ilumina, destella
con el rojo de infancia, y el verde
memorable y veraz, y los hondos,
los soñados azules de infierno.
La batalla creciente deslumbra
en espadas, penachos, banderas
crepitantes o justas. Y vuelven,
y regresan los bastos, las copas
taciturnas, los oros veloces,
y derriban al rey. Han caído
con el rey el silencio y el polvo
en la mansa extensión de madera.
Eliseo Diego (1920-1994)
Es el hombre más veloz de la tierra. Ir de una punta
a otra de la noche le toma un paso, un parpadeo. Corre
con ventaja: sabe que es inalcanzable. ¿No es un don
tener el corazón como una dínamo, los músculos elásticos
y arrestos de leopardo?
Verlo correr es privilegio de pocos. De lejos
parece un mundo, una pelota; y sólo un ojo
fino y entrenado, puede reconocer a la carrera
un pie, un codo, una muñeca.
Sobre él cuentan proezas —dicen—
a su paso la noche parece detenida.
Hace del río agua estancada; del sol,
una moneda.
Una noche, de su corazón salieron deseos. Y oyó,
oyó el mar, el batir moroso de espuma sobre rocas
bajo un cielo espeso, cargado de vapores.
Desvanecida la visión el héroe cayó dormido,
el finísimo traje carmesí descolorido
por el sol de la mañana.
Ahora se mueve por la casa
vacía, lo han despreciado, ya no lleva
dos alas en la espalda, sostiene un vaso y se muere
por mostrar lo que ha aprendido. Así
imagina que hay alguien a su lado. La lleva, la trae
del brazo hasta el sillón, toma un libro del estante,
lo abre —las figuras con el dedo señaladas—
y dice: "Esto es un pez; esto,
una jirafa".
Hernán La Greca (1968)